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Josué no tenía grandes aspiraciones. Por más que su familia lo incentivaba a superarse, él se conformaba con su trabajito de asistente en una firma de teneduría de libros donde sus obligaciones consistían en sacarle punta a los lápices, colar y distribuir café por el piso, sacarle punta a los lápices, hacer mandados, enviar la correspondencia y sacarle punta a los lápices.
En una jornada de ocho horas, Josué se pasaba seis afilando el grafito. Pero durante la temporada de impuestos, cuando había que trabajar tiempo extra, la obligación de los lápices se quintuplicaba. No es de extrañar, pues que Josué se casara con una mujer tan limitada como él, -aunque bastante fértil- que estuvo de acuerdo en nombrar a sus mellizos Faber y Castell.
por Sonia Read Hoepelman
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