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La educación superior –y la educación pública en general– es un terreno de controversia y disputa desde la constitución de los sistemas educativos formales, en el último cuarto del siglo XIX. En el caso de la universidad, su origen (que precede a la formación de los propios Estados nacionales) y su posterior desarrollo estuvieron vinculados con la conformación de élites dirigentes que, a través del conocimiento y los títulos, ejercían en los ámbitos de gobierno. Las corrientes más avanzadas han cuestionado siempre el carácter elitista de la educación superior y propusieron, en contextos históricos y geográficos diferentes, la idea de una educación superior como derecho social, derecho ciudadano o derecho humano.
La educación como derecho humano presupone atributos concretos: tiene un carácter universal, debe ser exigible (a un Estado garante), debe ser integral (como parte de una política que asegura todos los derechos complementarios que permitan a un joven estudiar en la universidad) y debe ser progresivo (ampliarse promoviendo crecientes niveles de satisfacción de necesidades).
Distintos autores plantean las implicancias de la educación superior como derecho efectivo: no se trata solo de que los educandos y las educandas –en tanto sujetos de derecho– puedan acceder a la institución universitaria sin pagar arancel, es preciso desarrollar una batería de dispositivos socioeconómicos, culturales y pedagógicos que aseguren que los educandos, sin excepción, podrán tener acceso a una educación integral, valiosa, enriquecida, en tiempos adecuados, con todos los dispositivos y recursos orientados en esta dirección.
Tal definición es tomada de algún modo en la Ley 27204, «De implementación efectiva de la responsabilidad del Estado en el nivel de la educación superior», sancionada el 28 de octubre de 2015 y promulgada poco después, el 9 de noviembre. Su artículo tercero establece que: «Los estudios de grado en las instituciones de educación superior de gestión estatal son gratuitas e implican la prohibición de establecer sobre ellos cualquier tipo de gravamen (...)». En el mismo artículo prohíbe la firma de acuerdos que «impliquen ofertar educación como un servicio lucrativo o que alienten formas de mercantilización».
Esta agenda, vigente hasta diciembre de 2015, ha mutado radicalmente a partir de las políticas impulsadas por el gobierno de Cambiemos. El uso del presupuesto universitario constituye un ejemplo paradigmático. La ley 26688, referida al presupuesto nacional de 2016, estableció un monto de 56.632,59 millones que luego fue reducido. La cifra supone un 11% más que el presupuesto de 2015; y un 14% en relación con lo ejecutado ese año.
La actual gestión dispuso una estrategia eficaz de replanteo de la agenda. En primer lugar, la inflación disparada por las medidas de los primeros meses (megadevaluación, quita de retenciones y suba de tarifas) hizo que las instituciones universitarias no puedan pagar sino los primeros meses en lo referido a los servicios de luz y gas, principalmente. El cuasi congelamiento presupuestario tuvo como efecto la asfixia económica y financiera sobre las universidades públicas. Otro instrumento fue la subejecución presupuestaria, que comenzó por recortar programas financiados por la Secretaría de Políticas Universitarias.
En poco tiempo se pasó de debatir la noción de educación superior como derecho humano al reclamo encendido para pagar el gas en las universidades públicas. Todo un síntoma del cambio de época en curso. El nuevo escenario genera otra agenda que ha provocado una masiva marcha de protesta de la comunidad universitaria, que no reclamaba expandir derechos, sino defender los existentes frente a los riesgos de una política educativa que concibe a la educación como un privilegio.