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El pueblo asirio obedecía a su rey que a la vez era gran sacerdote del dios Assur. Al principio de su historia estos reyes fueron tributarios de los caldeos (de Babilonia), pero después consiguieron hacerse independientes e incluso llegaron a someter a los reinos de alrededor. El rey era además comandante en jefe del gran ejército que llegaron a tener; en teoría era monarca absoluto, aunque los nobles y gobernantes de las tierras conquistadas asumían casi siempre las decisiones en su nombre. Esta situación fue decisiva en los últimos reinados pues se sucedieron las revueltas e intrigas palaciegas, debilitando de este modo la organización y la administración del Estado que poco a poco fue perdiendo todo poder.
Asiria se fue convirtiendo en el centro de un nuevo imperio. Los reyes de los pequeños reinos vecinos no tenían otra opción que declararse súbditos del rey asirio y de pagar a modo de regalo grandes cantidades de oro, plata y piedras preciosas.