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Los intentos por explicar la Guerra del Pacífico, constituyen la primera fuente de desacuerdos en la ―guerra del papel. Desde luego, las llamadas -causas remotas- significan cosas muy distintas en los tres países. Parece natural: raramente las historiografías se han puesto de acuerdo sobre la lógica previa a los acontecimientos, sobre ese tejerse de factores que convierte a los fenómenos en potencias irreversibles.
Para peruanos y bolivianos, que siguen con consecuencia el pensamiento de la derrota y el despojo territorial, la guerra no puede remontarse más allá de la década de 1840, cuando aparecen el guano y el salitre. Este hecho no sería de por sí desencadenante si no se contara con un factor subjetivo: la ambición chilena.
También es razonable este encadenamiento: no podría haber disputa sin contar con un poderoso aliciente económico, y Chile no hubiera aspirado a él en otra etapa — menos estable, menos preparada— de su vida republicana. Eso hace que todo intento de mirar atrás o más lejos en la historia parezca infructuoso.
La mirada chilena, en cambio, aparece tamizada por el triunfo. En general, la historiografía le teme a los derechos adquiridos por la fuerza; quizás encuentre demasiadas lecciones en conflictos que, una vez consumados, tuvieron su réplica y desembocaron en una verdadera espiral de violencia y fuerza. No es raro, entonces, que los historiadores chilenos remonten los orígenes de la guerra al pasado más lejano. Unos buscan en la Colonia y en la imprecisión de la Corona Española; otros, en títulos que probarían, por lo menos, que las cosas no estaban tan claras. La causa económica parece demasiado innoble y mezquina para ser la única.
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