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La preocupación científica por el trabajo manual y sus problemas es de reciente origen, aunque dispersas referencias a la materia pueden rastrearse en épocas remotas. Desde el punto de vista de la medicina industrial, la monografía de ParacelsoEnfermedad del minero y otros padecimientos de los mineros, publicada en 1567, es un hito importante, pero el libro de texto más antiguo parece haber sido Enfermedades de los artesanos, de Bernardino Ramazzini.
Por su parte, el psicólogo industrial puede pretender haber estado representado en el siglo XVI. El libro del médico y humanista español Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios, fue el primer intento de estudiar lo que ahora se conoce como orientación vocacional. Huarte reconoció que las personas varían en inteligencia general y en habilidades especiales y recomendaba que se hiciera un esfuerzo por descubrir las inclinaciones especiales de cada individuo, con objeto de que se le pudiese impartir la clase de adiestramiento a que mejor se prestaba.
Importantes estudios sobre trabajos, movimientos y fatiga fueron efectuados por los fisiólogos Coulomb y Marey en los siglos XVIII y XIX, respectivamente. Pero la moderna psicología industrial no podía comenzar hasta que la psicología general llegara a ser ciencia experimental; suceso que data de 1879, cuando Wilhelm Wundt fundó en la Universidad de Leipzig el primer laboratorio dedicado al estudio de la conducta humana.[1]
Las ideas fundamentales de Huarte de San Juan son las siguientes: los hombres difieren ampliamente en sus aptitudes y cualidades; las diversas profesiones y estudios exigen diferentes «ingenios»; es posible averiguar cuáles son estas exigencias y diagnosticar aquellas aptitudes; es necesario hacerlo para que «cada uno ejecute sólo aquel arte para el cual tenga talento natural y deje las demás, para que el carpintero no haga obra tocante al oficio del labrador, ni el tejedor del arquitecto, ni el jurisperito cure, ni el médico abogue».
Estas ideas son hoy, de nuevo, la base de la psicología del trabajo. Desgraciadamente, fueron olvidadas o desatendidas durante varios siglos. El creciente desarrollo industrial de los siglos XVIII y XIX, impulsado por el progreso de las ciencias físicas, fue a menudo acompañado por la negligencia total el factor humano en el trabajo. Era éste considerado, casi exclusivamente, en su aspecto productivo, y aun de este aspecto sólo importaba el factor material e instrumental. La sociedad reaccionó, razonable o violentamente, contra esta situación. Diversos movimientos filosóficos, religiosos y políticos subrayaron el carácter personal y social del trabajo. La ciencia misma comenzó a aplicar sus métodos al estudio del trabajador y a descubrir que, incluso en el aspecto productivo, la consideración del factor humano es muy necesaria.
En el desarrollo de la nueva psicología del trabajo, que corrientemente se designa con el nombre de psicología industrial, pueden distinguirse dos etapas:
En la primera domina el aspecto productivo; el fin de la psicología industrial es la selección de los individuos y métodos de trabajo que mejor se adapten a la buena producción. Una profesión es considerada como el medio adecuado a las capacidades e intereses de un individuo, en el cual puede éste tener un alto rendimiento y satisfacción. Los temas predominantes en esta época son la selección de trabajadores, la orientación profesional, los métodos de aprendizaje y de trabajo, la fisiología del trabajo y el estudio de los accidentes y de la fatiga.
La segunda etapa se caracteriza por la atención creciente que se concede a los aspectos personales y sociales del trabajo, con cierto predominio quizá de estos aspectos sobre el productivo, al menos en teoría, pues en la práctica sigue predominando, por lo general, el aspecto productivo.[2]
La intervención de psicólogos en los procesos de selección de personal y la aplicación de pruebas psicológicas con ese fin han adquirido en tiempos recientes una proliferación que ha suscitado críticas y cuestionamientos. Se ha denunciado la actividad de "mercaderes de la certeza" que aplican pruebas cuyos resultados no dan un grado de certeza mayor a la del mero azar.[3] Se ha afirmado que "la pretensión de que con base en un estudio de la personalidad se pueda establecer un pronóstico de índole laboral es francamente desmesurada, perjudicial para quienes se someten a tales pruebas e incierta para quienes pagan por los tests y reciben los informes."[4] Por otra parte, también se han hecho objeciones de índole ética a los análisis de la psicología profunda que "escudriñan la personalidad o buscan evaluar la integridad o la honestidad de las personas.
Por su parte, el psicólogo industrial puede pretender haber estado representado en el siglo XVI. El libro del médico y humanista español Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios, fue el primer intento de estudiar lo que ahora se conoce como orientación vocacional. Huarte reconoció que las personas varían en inteligencia general y en habilidades especiales y recomendaba que se hiciera un esfuerzo por descubrir las inclinaciones especiales de cada individuo, con objeto de que se le pudiese impartir la clase de adiestramiento a que mejor se prestaba.
Importantes estudios sobre trabajos, movimientos y fatiga fueron efectuados por los fisiólogos Coulomb y Marey en los siglos XVIII y XIX, respectivamente. Pero la moderna psicología industrial no podía comenzar hasta que la psicología general llegara a ser ciencia experimental; suceso que data de 1879, cuando Wilhelm Wundt fundó en la Universidad de Leipzig el primer laboratorio dedicado al estudio de la conducta humana.[1]
Las ideas fundamentales de Huarte de San Juan son las siguientes: los hombres difieren ampliamente en sus aptitudes y cualidades; las diversas profesiones y estudios exigen diferentes «ingenios»; es posible averiguar cuáles son estas exigencias y diagnosticar aquellas aptitudes; es necesario hacerlo para que «cada uno ejecute sólo aquel arte para el cual tenga talento natural y deje las demás, para que el carpintero no haga obra tocante al oficio del labrador, ni el tejedor del arquitecto, ni el jurisperito cure, ni el médico abogue».
Estas ideas son hoy, de nuevo, la base de la psicología del trabajo. Desgraciadamente, fueron olvidadas o desatendidas durante varios siglos. El creciente desarrollo industrial de los siglos XVIII y XIX, impulsado por el progreso de las ciencias físicas, fue a menudo acompañado por la negligencia total el factor humano en el trabajo. Era éste considerado, casi exclusivamente, en su aspecto productivo, y aun de este aspecto sólo importaba el factor material e instrumental. La sociedad reaccionó, razonable o violentamente, contra esta situación. Diversos movimientos filosóficos, religiosos y políticos subrayaron el carácter personal y social del trabajo. La ciencia misma comenzó a aplicar sus métodos al estudio del trabajador y a descubrir que, incluso en el aspecto productivo, la consideración del factor humano es muy necesaria.
En el desarrollo de la nueva psicología del trabajo, que corrientemente se designa con el nombre de psicología industrial, pueden distinguirse dos etapas:
En la primera domina el aspecto productivo; el fin de la psicología industrial es la selección de los individuos y métodos de trabajo que mejor se adapten a la buena producción. Una profesión es considerada como el medio adecuado a las capacidades e intereses de un individuo, en el cual puede éste tener un alto rendimiento y satisfacción. Los temas predominantes en esta época son la selección de trabajadores, la orientación profesional, los métodos de aprendizaje y de trabajo, la fisiología del trabajo y el estudio de los accidentes y de la fatiga.
La segunda etapa se caracteriza por la atención creciente que se concede a los aspectos personales y sociales del trabajo, con cierto predominio quizá de estos aspectos sobre el productivo, al menos en teoría, pues en la práctica sigue predominando, por lo general, el aspecto productivo.[2]
La intervención de psicólogos en los procesos de selección de personal y la aplicación de pruebas psicológicas con ese fin han adquirido en tiempos recientes una proliferación que ha suscitado críticas y cuestionamientos. Se ha denunciado la actividad de "mercaderes de la certeza" que aplican pruebas cuyos resultados no dan un grado de certeza mayor a la del mero azar.[3] Se ha afirmado que "la pretensión de que con base en un estudio de la personalidad se pueda establecer un pronóstico de índole laboral es francamente desmesurada, perjudicial para quienes se someten a tales pruebas e incierta para quienes pagan por los tests y reciben los informes."[4] Por otra parte, también se han hecho objeciones de índole ética a los análisis de la psicología profunda que "escudriñan la personalidad o buscan evaluar la integridad o la honestidad de las personas.
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