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Su gran lucha diaria por la supervivencia
Una dura subsistencia
La imagen que la tradición ha transmitido de la vivienda típica inuit ha sido siempre el iglú de nieve, aunque antiguamente tan sólo un 13% aproximadamente de los inuit que habitaban en el Ártico lo utilizaban como casa permanente y habitual, y para otro 20% constituía una residencia temporal, lo que significa que dos tercios de los inuit desconocían este tipo de vivienda o nunca llegaron a construirla. La casa tradicional y más representativa de este pueblo durante los períodos más fríos consistió en una edificación de piedra y turba, a veces con un techo en forma de bóveda y una estructura de huesos de ballena, colmillos de morsa o maderas a la deriva que habían recogido.
El reparto del trabajo
Las tareas entre los inuit estaban distribuidas por sexos. El trabajo de las mujeres consistía básicamente en curtir las pieles con sus dientes, confeccionar los vestidos de toda la familia, descuartizar a los animales y cuidar de los niños. Sin embargo, su labor más importante consistía en el mantenimiento de una lámpara de esteatita conocida como qulleq; alimentada con aceite de grasa animal y una mecha de musgo o algodón ártico, servía para secar las pieles de los animales, cocinar, calentar e iluminar el hogar. En cierto modo, el qulleq fue la piedra angular sobre la cual se levantó todo el edificio cultural del pueblo inuit; sin esta lámpara no hubieran podido sobrevivir en un clima tan extremo y un entorno tan duro como el Ártico.
Los hombres se dedicaban básicamente a la caza y la pesca, es decir, a aportar los alimentos necesarios para la subsistencia familiar. También construían, con la ayuda de las mujeres, las casas de invierno, las embarcaciones de piel y los trineos. Igualmente se dedicaban a fabricar los útiles de caza y pesca, ayudados de un taladro de arco que servía para obtener fuego y perforar los materiales.
Comunión con la naturaleza
La inseguridad por el mañana, la preocupación por el éxito de la caza, la perpetua amenaza del hambre y la mera supervivencia bajo uno de los climas más extremos del planeta llevaron a los inuit a desarrollar una serie de creencias y ritos ligados a su actividad económica. Sus normas de convivencia y sus estrategias de supervivencia iban encaminadas a la búsqueda de un equilibrio armónico entre el mundo natural y el mundo espiritual.
El chamán o angakkoq era el encargado de que se respetaran los tabúes y de mantener la armonía entre el ser humano y la naturaleza
Los inuit creían que cada objeto, fenómeno de la naturaleza, animal, persona o lugar tenía su anua o inua, un término que puede traducirse como señor, persona o espíritu. Por este motivo, el mundo animal era objeto de admiración y respeto, lo que encontró su máxima expresión en los numerosos ritos y festividades que consideraban imprescindibles para el éxito de sus actividades. Sólo el chamán o angakkoq tenía vinculación con el inua y era el único que poseía la capacidad de solicitarle ayuda a través de un lenguaje especial. Además, se ocupaba del culto propiciatorio, que para este pueblo cazador tenía suma importancia. Con sus canciones, fórmulas y rituales controlaba el tiempo y el mundo animal. Era el encargado de que se respetaran los tabúes y de mantener la armonía entre el ser humano y la naturaleza. Quienes no siguieran estas reglas serían castigados con la enfermedad y la desgracia.
Los inuit mantuvieron este modo de vida durante siglos y supieron adaptarse a unas condiciones extremas, sin transformar su medio y sintiéndose parte de él. Sin embargo, la llegada del «hombre blanco» a partir del siglo XVI alteró aquel frágil equilibrio y empezó a transformar la cultura tradicional y las creencias ancestrales de los inuit.