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31/07/12 |El 31 de julio 1966 la dictadura de Juan Carlos Onganía, que había derrocado al gobierno constitucional de Arturo Illia, dispuso por decreto la intervención de las universidades nacionales, porque las consideraba peligrosas fuente de contaminación para la virtud de los argentinos. Fue un acto de brutalidad y barbarie.
Ese desalojo violento, que comenzó el 29 de julio de 1966 en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires (UBA) trascendió a la historia como “La Noche de los Bastones Largos”, debido al uso de palos que utilizó la Policía Federal para castigar a estudiantes, docentes y decanos.
Por este episodio, cientos de profesores, alumnos y no docentes que ocupaban varios de los edificios de las facultades de Buenos Aires en defensa de la autonomía universitaria y la libertad de cátedra fueron salvajemente golpeados por miembros de la Guardia de Infantería de la Policía Federal. La consecuencia fue un luto para la educación, la ciencia y la cultura nacional y la gran mayoría de los científicos y profesores debieron exiliarse y continuar sus carreras en el exterior.
Para dimensionar bien esa noche brutal, aún hoy a la Argentina le cuesta recuperarse en la autonomía de su ciencia.
Hay que recordar que fueron destruidas bibliotecas universitarias enteras. A fuerza de golpes de palos se destruyeron literalmente los laboratorios de las altas casas de estudio e incluso no se dudó en romper a palos la adquisición más reciente y novedosa para la época: la computadora Clementina, que fue la primera computadora de América Latina.
Hacía aproximadamente un mes que Juan Carlos Onganía le había dado un golpe mortal al gobierno de Arturo Illia y daba inicio a la autodenominada Revolución Argentina que tenía como objetivo establecer un sistema fascista tanto en el gobierno como en la sociedad. Por eso se atacó de manera cobarde y artera a las universidades públicas.
¿Por qué es importante recordar esta fecha? Porque un país, una Nación, se diferencia por su cultura propia, por sus valores y por su forma de vivir. Y se sabe que la cultura no es algo natural, sino que gran parte de ella es aportada por la educación.
Por eso la independencia cultural debe ser un objetivo tan permanente como innegociable y se debe plasmar en todas las áreas del quehacer cotidiano. Esto no es otra cosa que obligación de crear y el derecho a elegir.
Aún hoy –a 46 años de esa tragedia para la educación y la cultura- Argentina no ha podido reponerse del todo. El daño ha sido generacional y aún hoy se siguen pagando sus consecuencias. Esta conclusión no es una mirada antojadiza, sino la síntesis de los propios científicos y profesores que han analizado los hechos y sus consecuencias a la luz de la historia.
Como toda dictadura, el objetivo era poner fin a la autonomía universitaria, pero fundamentalmente ponerle fin a la libertad de cátedra. Y de esa forma silenciar y censurar las criticas, las reflexiones. A 46 años de esos hechos aún hoy se puede afirmar que se destruyó la más extraordinaria acumulación de conocimiento científico que Argentina había experimentado hasta la fecha. Y lo que es peor aún, se dio espacio para que reine la intolerancia y se incorpore la creencia que sólo con violencia se puede gobernar los destinos de una sociedad. Recordar para no repetir, es también la enseñanza de la memoria.