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Los asesinos de Hemingway
Dos hombres entraron a la casa, y esperaron en silencio a que los ojos se les acostumbraran a la oscuridad. Hemingway dormía al fondo, y afuera una fina lluvia empañaba los cristales. Acariciaban en sus manos revólveres, y al cabo de un rato pudieron caminar por entre los muebles, en la penumbra. Oían como un rumor los ronquidos del viejo Hem.
-¿Qué hacemos ahora?-preguntó uno.
-No sé exactamente-respondió el otro.
En las ventanas la lluvia aumentaba, se escuchaban truenos y podían ver las sombras de los árboles al viento, que opacaban la luz de los faroles. Caminaron hacia una habitación que parecía ser una oficina, en la que había una mesita repleta de libros, una máquina de escribir, hojas blancas y una botella de whisky con un vaso a medio usar al lado. Revisaron en las gavetas. No encontraron nada.
Pasaron a un cuarto amplio, acomodado con dos camas, donde también habían libros y colgaderas de animales. Vestían ropas negras apretadas, capuchas que solo dejaban ver sus ojos, y aunque sus estaturas eran diferentes al igual que su complexión física, en medio de la noche parecían hermanos vestidos igual para la misma ocasión.
Uno le extendía al otro de vez en cuando manuscritos corregidos, buscando su aprobación.
-¿Es este? -No, el muy desgraciado lo tiene bien escondido.
-¿Y ahora? -A seguir buscando, vivo.
La tormenta arreciaba, y las luces de afuera amenazaban con quedar completamente apagadas.
De repente oyeron que el ronquido de Hemingway cesaba, y el susurrar cada vez más cercano de unas pantuflas afelpadas. Se escondieron bajo las camas, y divisaron las piernas del viejo que se dirigían al baño. Oyeron el largo chorro que soltaba Hemingway, y el sonido de descargar el inodoro. Otra vez se acercaron las pantuflas, que sin sospecha se detuvieron en la puerta del cuarto, y ellos apretaron por instinto los revólveres. Pero Hemingway siguió camino hasta su habitación, y en breve volvieron a sentir sus ronquidos.
La búsqueda no prosperaba. A la poca luz de los relámpagos solo podían distinguir las cabezas muertas en las paredes, que parecían vigilantes silenciosos de ojos cristalinos, y los papeles se les perdían en la oscuridad.
Se movieron por toda la casa, evitando el cuarto del viejo. Abrían libros, levantaban almohadas y sábanas viejas, colchones húmedos, pero no aparecía lo que los había llevado allí. Comenzaron a sudar, a pesar del frío que entraba por las ventanas.
Durante días habían ido a vigilar al escritor, atisbando por entre las ventanas y las veladoras, disfrazados de extranjeros. Verificaron los horarios de apertura y cierre del museo, el movimiento de las personas, la estructura de la casa, sus alrededores, la rutina de Hemingway y los cambios de guardia de los custodios. Ahora sentían que todo el esfuerzo se podía ir a la ******, si no encontraban algo. Empezaron a desesperarse, pero decidieron mantener la calma.
Ya estaban en el interior, sólo tenían que buscar. En sus ojos se dibujaba una impaciencia, un deseo inaudito de no ser sorprendidos.
Los truenos sucedían, llenando de un silencio pavoroso el intervalo entre ellos.
Después de una última mirada confusa, se dirigieron hacia el fondo de la casa, más allá del comedor. Chequearon los revólveres, y en una fracción de segundo pudieron ver en los cristales el rápido desplazamiento de las nubes. Afuera las luces se habían apagado ya definitivamente.
Hemingway dormía boca arriba, acurrucado con sobrecamas rojos y bufando el aire de los pulmones. Los hombres lo miraban con terror, y sin decirlo agradecieron que la más plena oscuridad los cobijara. Se miraron sin saber que hacer.
-Haz algo.
-No sé qué.
-Lo que se te ocurra, vamos.
-No, tengo miedo.
-Bah, parece mentira, vivo.
Con sigilo examinaron el cuarto, abriendo pequeñas gavetas y el escaparate de espejos. Les impresionó ver su propia imagen reflejada con total exactitud.
Cerraron las puertas asqueados de tanta lluvia y silencio, de no encontrar nada y con las manos señalaron los revólveres
No había otra solución.
El disparo sonó en medio de la madrugada, disimulado por un trueno que estremeció los cristales.
eso es todo
Dos hombres entraron a la casa, y esperaron en silencio a que los ojos se les acostumbraran a la oscuridad. Hemingway dormía al fondo, y afuera una fina lluvia empañaba los cristales. Acariciaban en sus manos revólveres, y al cabo de un rato pudieron caminar por entre los muebles, en la penumbra. Oían como un rumor los ronquidos del viejo Hem.
-¿Qué hacemos ahora?-preguntó uno.
-No sé exactamente-respondió el otro.
En las ventanas la lluvia aumentaba, se escuchaban truenos y podían ver las sombras de los árboles al viento, que opacaban la luz de los faroles. Caminaron hacia una habitación que parecía ser una oficina, en la que había una mesita repleta de libros, una máquina de escribir, hojas blancas y una botella de whisky con un vaso a medio usar al lado. Revisaron en las gavetas. No encontraron nada.
Pasaron a un cuarto amplio, acomodado con dos camas, donde también habían libros y colgaderas de animales. Vestían ropas negras apretadas, capuchas que solo dejaban ver sus ojos, y aunque sus estaturas eran diferentes al igual que su complexión física, en medio de la noche parecían hermanos vestidos igual para la misma ocasión.
Uno le extendía al otro de vez en cuando manuscritos corregidos, buscando su aprobación.
-¿Es este? -No, el muy desgraciado lo tiene bien escondido.
-¿Y ahora? -A seguir buscando, vivo.
La tormenta arreciaba, y las luces de afuera amenazaban con quedar completamente apagadas.
De repente oyeron que el ronquido de Hemingway cesaba, y el susurrar cada vez más cercano de unas pantuflas afelpadas. Se escondieron bajo las camas, y divisaron las piernas del viejo que se dirigían al baño. Oyeron el largo chorro que soltaba Hemingway, y el sonido de descargar el inodoro. Otra vez se acercaron las pantuflas, que sin sospecha se detuvieron en la puerta del cuarto, y ellos apretaron por instinto los revólveres. Pero Hemingway siguió camino hasta su habitación, y en breve volvieron a sentir sus ronquidos.
La búsqueda no prosperaba. A la poca luz de los relámpagos solo podían distinguir las cabezas muertas en las paredes, que parecían vigilantes silenciosos de ojos cristalinos, y los papeles se les perdían en la oscuridad.
Se movieron por toda la casa, evitando el cuarto del viejo. Abrían libros, levantaban almohadas y sábanas viejas, colchones húmedos, pero no aparecía lo que los había llevado allí. Comenzaron a sudar, a pesar del frío que entraba por las ventanas.
Durante días habían ido a vigilar al escritor, atisbando por entre las ventanas y las veladoras, disfrazados de extranjeros. Verificaron los horarios de apertura y cierre del museo, el movimiento de las personas, la estructura de la casa, sus alrededores, la rutina de Hemingway y los cambios de guardia de los custodios. Ahora sentían que todo el esfuerzo se podía ir a la ******, si no encontraban algo. Empezaron a desesperarse, pero decidieron mantener la calma.
Ya estaban en el interior, sólo tenían que buscar. En sus ojos se dibujaba una impaciencia, un deseo inaudito de no ser sorprendidos.
Los truenos sucedían, llenando de un silencio pavoroso el intervalo entre ellos.
Después de una última mirada confusa, se dirigieron hacia el fondo de la casa, más allá del comedor. Chequearon los revólveres, y en una fracción de segundo pudieron ver en los cristales el rápido desplazamiento de las nubes. Afuera las luces se habían apagado ya definitivamente.
Hemingway dormía boca arriba, acurrucado con sobrecamas rojos y bufando el aire de los pulmones. Los hombres lo miraban con terror, y sin decirlo agradecieron que la más plena oscuridad los cobijara. Se miraron sin saber que hacer.
-Haz algo.
-No sé qué.
-Lo que se te ocurra, vamos.
-No, tengo miedo.
-Bah, parece mentira, vivo.
Con sigilo examinaron el cuarto, abriendo pequeñas gavetas y el escaparate de espejos. Les impresionó ver su propia imagen reflejada con total exactitud.
Cerraron las puertas asqueados de tanta lluvia y silencio, de no encontrar nada y con las manos señalaron los revólveres
No había otra solución.
El disparo sonó en medio de la madrugada, disimulado por un trueno que estremeció los cristales.
eso es todo
joseeduardogarc:
gracias
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