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En la modulación de las representaciones sociales de los habitantes de los territorios
colonizados por España y Portugal en torno a la herencia colonial, el sustrato indígena y el
aporte de sangre africana durante la centuria decimonónica, operan diversos factores que han
de ser analizados en profundidad, si se quiere desentrañar la problematicidad de esos
imaginarios, encorsetados muchas veces por las tendencias a la idealización, al estigma o a la
simplificación en nombre de unos planteamientos esencialistas, que desconocen, además, el
hecho de que, como ha explicado con acierto Luis Carlos Castillo en continuidad con
Benedict Anderson, la nación constituye un artefacto cultural que ha sido inventado y
producido con el desarrollo de la modernidad, sin que esa condición de ‘inventado’ o
‘imaginado’ se equiparare a una ilusión que la prive de realidad tangible (Castillo Gómez,
2009:19).
Resulta, pues, obligado el rechazo de aquellos estereotipos que, en sus explicaciones de
las identidades, canonizan caracteres invariables y sustantivos, y olvidan que toda cultura
conlleva siempre unos elementos de toxicidad que sólo se depuran mediante el diálogo y la
comunicación con el otro.
Se sigue de ahí la importancia de conocer las visiones de los historiadores, de los literatos
y de la prensa ecuatoriana del siglo XIX, que procuran un referente imprescindible para
explicar el proceso de elaboración de aquellos imaginarios durante las décadas que siguieron
a la independencia nacional. Esas aportaciones deben ser complementadas por el análisis de
los programas de educación y los planes de enseñanza, los libros de texto, o los museos como
instrumentos generadores de una idiosincrasia nacional, en cuanto recipientes de objetos
‘nacionales’ y representaciones de pueblos y de tiempos pasados (Radcliffe y Westwood,
1999:118). Anderson sostiene a este propósito que “los museos y la imaginación museística
son profundamente políticos” (1993:249). Y ésa es, en efecto, la perspectiva de acercamiento
de Octavio Paz a la visión que el Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México
proyecta del pasado nacional mexicano (2007:412-415).
En efecto, para satisfacer los anhelos identitarios de los integrantes del Estado-Nación, la
organización estatal que se sustenta en cada realidad nacional -o plurinacional- se sirve de
herramientas como la enseñanza, los museos o los medios de comunicación, a través de las
cuales acuña, difunde categorías sociales de referencia que pueden no ser inocentes, y alienta
las historias oficiales como un modo de producción y de control del pasado (Torres Carrillo,
2003:198-199, y Radcliffe y Westwood, 1999:32 y 125), asumiendo competencias que,
aunque no le pertenecen en exclusiva, considera redituables en alto grado. Contra esa
pretensión había advertido Belisario Quevedo: “sería ridículo, absurdo, pretender que los
gobiernos dejando de gobernar, se pongan a dar a las multitudes lecciones técnicamente
pedagógicas para formar el espíritu nacional” (1981:299). Se precisa, en todo caso, que la
puesta en marcha de esos instrumentos vaya precedida de investigación y estudio que
conjuren el riesgo de las improvisaciones atolondradas.
No resulta, pues, extraño que, en países como el Ecuador, el himno nacional aparezca
impreso en la mayoría de los textos escolares, con el evidente objetivo de infundir espíritu
republicano y patriótico, y de inculcar en la mente de los jóvenes estudiantes unos cuantos
imaginarios claves en la identidad de una nación donde ahora reinan el gozo y la paz, y que
se muestra orgullosa de los hijos que supieron derramar su sangre para liberar a la patria del
yugo ibérico (Radcliffe y Westwood, 1999:98): porque de esa conjunción de republicanismo
y patriotismo deriva “una visión trágica de la nación cuya existencia sería impensable sin el
concurso de la sangre derramada” (Uribe, 2005:226-227). La misma extensión que algunos
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