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El Festival del Ser Supremo, por Pierre-Antoine Demachy (1794). La pintura captura el momento de la inauguración formal de la nueva religión de Estado propiciada por Robespierre. Para ello, se organizó un evento masivo en el Campo de Marte en París. Crédito por la imagen: Wikimedia Commons / Museo Carnavalet.
Por supuesto, en comparación con las plataformas radicales, el modelo lockiano asegura cierta continuidad de “lo viejo”, y favorece, en todo caso, un cambio paulatino. Podría decirse que el modelo francés, en conjunción con el caudillismo latinoamericano, frecuentemente convergió en líderes de masas, exaltados, por sus propias ambiciones y por sus electores, en el espíritu filototalitario que se emana del concepto de voluntad popular. En resumen, si la Revolución francesa constituye un acto de autoafirmación política popular, la Revolución estadounidense supone más bien la autoafirmación del individuo frente a las presiones de la política.
La América hispanohablante importó los avatares democráticos franceses, que, siguiendo la receta rousseauniana, degeneraron rápidamente (tal como lo muestra nuestra historia) en autoritarismo y populismo. Por eso, además de representar el símbolo de los republicanos, el gorro frigio en nuestro escudo nacional debería servir como advertencia sobre lo rápido que esta prenda se ajusta también a los designios de los demagogos.
“Reflexionar sobre la Revolución francesa –afirmaba François-Xavier Guerra–lejos de ser una rememoración erudita del pasado, equivale a reflexionar sobre los orígenes de la contemporaneidad de toda un área cultural: analizar la lógica particular que ha regido, y rige aún, su historia”.
La Revolución totalitaria que comenzó en 1789 supo devenir en múltiples encarnaciones a lo largo de los últimos doscientos años. Más allá de los distintos idiomas, los distintos leitmotivs, y las circunstancias variantes, la hazaña francesa fijó una serie de precedentes terribles para hacer política. A raíz de sus eventualidades, la Revolución inculcó que un atropello puede ser un “mal necesario”, si se ejecuta en el nombre de una causa proclamada como racional y universal. Demostró lo susceptibles que somos a nuestras pasiones, y lo rápido que estas pueden ser manipuladas, por un operador habilidoso, para ponernos los unos contra los otros, polarizando a nuestras sociedades hasta el agotamiento. Por algo, como bien plantea el adagio, no es casualidad que las revoluciones suelan devorarse a sus hijos.
En base a este debate, sería conveniente que recapacitemos con más detenimiento lo que fue la empresa roussoniana, y como su influencia continúa invitándonos a dejar de lado nuestro intelecto, a no preguntar, y a delegar responsabilidades en una “vanguardia revolucionaria”, en un comité ilustrado, o en un mandamás “nacional y popular”