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Escucho a mis amigos cercanos decir que Baldor era “un francés” y que él mismo era ese árabe en la portada de Álgebra, el grueso texto de ejercicios y teoría matemática que por décadas ha circulado en las aulas de Latinoamérica. Es fácil comprobar que la mejor edad para hablar sobre “el Baldor” es de treinta años en promedio; una amiga colombiana cuenta que cuando niña ansiaba “tener un Baldor” porque era el libro que usaban las mayores del colegio. Dos peruanas más intentaron reconstruir cómo se practicaba ouija usando el libro en los colegios limeños de los noventa. Una de ellas asegura haber intentado contactar al espíritu de Kurt Cobain. Una compañera de trabajo venezolana me dice que a ella también le tocó padecer “el Baldor” en su estricto colegio de monjas caraqueñas. Y Jorge, un paternal chileno de sesenta y tantos, me pregunta si sé dónde vive Baldor, porque él sí tiene recuerdos muy queridos de sus libros y está interesado en conocerlo. Se sorprende y desilusiona cuando le digo que Aurelio Baldor lleva más de treinta años muerto y enterrado en Miami. (Una escuela en la selva amazónica)
—Lo enterraron el mismo día de mi cumpleaños —me dice Patty, secretaria del cementerio Miami Memorial Park, cuando ubica su tumba en los registros. Pero a ella, nacida el 4 de abril de 1978, no le suena el nombre. Me anota la ubicación: Sección B, lote 1740, fila 6, y un empleado me ayuda a ubicarlo caminando despreocupado sobre algunas placas. Finalmente encontramos a Aurelio Baldor, nacido el 22 de octubre de 1906 y muerto el 3 de abril de 1978. La placa dice “No te olvidamos, tu esposa e hijos”, pero a diferencia de la vasija llena de flores en la placa de al lado, esta tarde la de don Aurelio está vacía. Y no puedo evitar sentir que mucho de su legado hoy está nublado por un austero anonimato; que del hombre que ayudó a educar a tantos latinos, fuera de Cuba o Miami se sabe casi nada.
Aurelio Ángel Baldor de la Vega, nacido en La Habana, era delgado y apuesto. Su metro noventa y cinco de altura amplificaban el aspecto de su piel tostada y su mirada intensa retocada con un aire apacible; las cejas arqueadas debajo de una frente amplia y un cabello de ondas caribeñas que intentaba dominar peinándolo con gomina de modo impecable hacia atrás. En su mejor momento profesional gustó de vestir elegante, siempre de traje y corbata, y aunque sea difícil de creerlo, nunca se hizo rico con la venta de sus libros. Ni él ni su familia asentada en Estados Unidos han recibido regalías por las sucesivas ediciones de Álgebra o de Aritmética que se comenzaron a distribuir desde México a comienzos de los años sesenta.
Ambos libros vieron la luz primero en La Habana desde 1941 como material de clase en su prestigioso Colegio Academia Baldor, el centro de enseñanza más afamado de la Cuba precastrista. Una tercera obra, Geometría plana y del espacio y Trigonometría, la firma no Aurelio, sino José Antonio Baldor, primo suyo y exprofesor del colegio, quien salió de Cuba rumbo a Venezuela, donde permaneció hasta el final de sus días. Con la huida de los Baldor, el régimen reeditó todos los libros, a veces retirando los créditos de autor, pero conservando sus contenidos.
Baldor no fue ni pedagogo profesional ni matemático de pergaminos, sino abogado graduado en la Universidad de La Habana. Empero, sus biógrafos lo llaman “sabio y emprendedor pedagogo cubano” y las numerosas promociones que se educaron bajo su cuidado y emplearon sus libros de texto aún se enorgullecen de denominarse ‘Baldoristas’. Como tales se reúnen de modo periódico en Miami y otras ciudades de Estados Unidos, aun cuando el colegio fue cerrado por Castro en 1961.
—Cuando me veía me decía: “¿Qué pasa, m’ija, cómo estás?” —recuerda Hortensia Alzugaray, promoción 1946, quien integra la Asociación de Antiguos Alumnos del Colegio Baldor, de la cual ha sido secretaria y presidenta. Me dice Magdalena ‘Magda’ Ortega, la actual presidenta, que su predecesora tiene “una memoria fotográfica” de los tiempos del Colegio Academia Baldor. Y en efecto, Alzugaray me describe los tiempos en que el doctor Baldor dirigió una institución en dos amplias casonas de las cuales era propietario, donde en las ceremonias religiosas las niñas usaban mantillas y los equipos de baloncesto, natación y béisbol eran los más reputados de la isla. El Colegio Academia Baldor tenía 3500 alumnos y poseía una flotilla de 32 autobuses propios para transportarlos por toda La Habana.
Baldor gustaba de dar clases de matemáticas y era célebre su estricta actitud en el salón. “También era un gran orador. Lindo, lindo. Podía hablar hora y media y nadie se aburría, porque los discursos de él te llegaban al alma”. Alzugaray desarrolló gran afecto por su director y su colegio; luego de graduarse enseñó allí mismo Taquigrafía, Mecanografía y Archivo por diez años hasta casarse con otro profesor baldorista, Manuel Calvo, quien enseñaba Matemática y Español. En abril de 1978, la mujer estuvo en el entierro de su mentor.