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Recuerda García Añoveros, citado por el profesor Rodríguez Bereijo, la idea de que para los constituyentes de 1978 modernizar a España significaba entre otras cosas, aumentar el gasto público, con el fin de crear un Estado de bienestar con amplias prestaciones sociales, presión fiscal elevada, sector público amplio; todo ello en un régimen básico de libertad de empresa y propiedad privada de los medios de producción, pero con muy fuertes sectores públicos. Por ello, en la Constitución de 1978 no aparece por ningún sitio una preocupación anti-gasto público, ni reticencia ni desconfianza alguna respecto de su volumen o de su crecimiento.
Cierto es que en las décadas de los años 70, o incluso en los 80, ni tan siquiera se podía atisbar las dimensiones que el gasto público llegaría a alcanzar en la actualidad, convirtiéndose en un problema de solución difícil no sólo para la generación actual, sino también para las que nos sucedan, a quienes dejaremos como herencia–sin que se nos ocurra como hacer posible que pueda ser aceptada a beneficio de inventario- una deuda que no sólo lastra nuestro crecimiento sino que nos pone en riesgo cierto la incapacidad de asumir compromisos básicos.
Pero igualmente cierto es que como consecuencia de la crisis económica se ha ido tomado conciencia política y social respecto del problema que supone un gasto público elevado habiéndose adoptado medidas anti déficit. Unas por el lado de los ingresos, sufridas directamente por los contribuyentes y, otras, por el lado de los gastos cuyo culmen lo constituye sin duda la reforma express de la Constitución en el año 2011, impuesta por Europa, constitucionalizando el principio de estabilidad presupuestaria.
La necesidad de limitar y racionalizar el gasto público conlleva implícitamente una elección, esto es, decidir sobre cuáles son los gastos que podrían considerarse prescindibles y cuáles habría que priorizar, así como su importe, la posibilidad de utilizar medios más económicos o eficientes, etc, todo ello en un entorno en el que los gastos fijos (pago de la deuda y sus intereses, de pensiones, de personal, etc) acaparan una porción importantísima del gasto y sometiendo el proceso de gasto a los principios de transparencia, eficiencia y eficacia –el “value for money” de los anglosajones-, y de rendición de cuentas por parte de los gestores públicos, como administradores del dinero recaudado vía impuestos, ante el Parlamento.