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“Un verdadero migrante sufre, tradicionalmente, un triple trastorno: pierde su lugar, entra en el ámbito de una lengua extranjera y se encuentra rodeado de seres cuyos códigos de conducta social son muy diferentes y, en ocasiones, hasta ofensivos, respecto de los propios. Y esto es lo que hace de los migrantes unas figuras tan importantes, porque las raíces, la lengua y las normas sociales son tres de los componentes más importantes para la definición del ser humano. El migrante, a quien le son negados los tres, se ve obligado a encontrar nuevas maneras de describirse a sí mismo, nuevas maneras de ser humano” (Salman Rushdie: Imaginary Homelands; cita extraída del libro de Ermanno Vitale: Ius migrandi. Figuras de errantes a este lado de la cosmópolis, Melusina, Barcelona, 2006)
El fenómeno de la inmigración posee una contundencia expresiva en el plano existencial difícil de parangonar. Acaso sólo el exilio puede ponerse al mismo nivel. Con la experiencia de la inmigración se pone en juego una cuestión esencial en la vivencia de cada persona como es el sentimiento de pertenencia. ‘Desgarro’, ‘desarraigo’ y ‘ruptura’, así como ‘volver a empezar’, ‘echar nuevas raíces’, ‘integración’, son palabras y expresiones que forman parte habitual del lenguaje empleado por los inmigrantes a la hora de narrar su propia vida. La condición de inmigrante se convierte así en el hecho biográfico central, en el hecho primordial y el punto de partida de conflictos de identidades antes nunca imaginados.
Con la inmigración aparecen experiencias inéditas hasta entonces en la trayectoria vital de muchas personas, algunas de ellas ligadas a la desagradable sensación de minusvalía cultural en un contexto social cuyas claves aún no dominan. Cualquier detalle de la conducta del inmigrante, de sus hábitos, de su hablar, de su acento, le delatará continuamente como diferente, como extranjero. El inmigrante se vive así como un sujeto constantemente fuera de lugar, pues lo natural – oirá decir con frecuencia en su nuevo entorno social – es permanecer donde uno ha nacido, el lugar de la indubitable pertenencia. Tendrá seguramente que recorrer un largo trayecto hasta sentirse integrado, esto es, hasta sentir que la propia identidad también forma parte de alguna manera de la sociedad en la que vive.
Con la inmigración se refuerza en muchos casos la identidad nacional de origen que los propios interesados mantenían en estado de apagada somnolencia. Se torna verdad entonces algo muchas veces repetido: nadie se reconoce en su identidad nacional hasta que no se enfrenta a la del otro. En esa confrontación con lo diferente se avivan invisibles lazos de pertenencia que habían permanecido en estado latente o apenas habían sido percibidos como propios. El inmigrante recupera así con frecuencia tradiciones o costumbres que no había seguido en su país de origen. O, por el contrario, rechaza todo aquello que tenga ver con la antigua patria. De una u otra manera, estas reacciones son síntomas inequívocos de un complicado conflicto personal no resuelto.
En esta situación, ¿cómo puede el inmigrante irse forjando una nueva identidad que ya no puede ser nunca más la del lugar de procedencia y todavía no es la del lugar de nuevo asiento? ¿No serán las identidades mestizas, las identidades transnacionales, las que dominarán en nuestras sociedades en un próximo futuro?