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Relato histórico corto. EL CAFÉ BASIA
Todas las tardes el Café Basia se llenaba de sombreros y bufandas, de cáscaras de cacahuetes y ceniceros repletos de cigarrillos estrujados. Por la puerta se colaban los abrigos vacíos, y el humo de la carne de los hombres oscurecía los cielos. Pero nunca se hablaba de eso. Solo los camareros pululaban entre las mesas, como libélulas negras, y alguno, para distraerse, recorría con su mirada plana los bigotes de un enorme gato imaginario. El café Basia era una mordaza bajo los sombreros negros, el vodka y los dientes amarillos de los que viven un destino de barco de papel y de barreño. Todos decían sí. Todos estaban de acuerdo en estar de acuerdo. Eso era básicamente lo que pasaba, aunque nunca se expresara abiertamente.
Se rascaban las nucas y las miradas recorrían las baldosas. Las baldosas coloreadas del Café Basia, por cuyas grietas se perdía el coraje amarillo de los hombres. Pero nunca se hablaba de eso, como tampoco se hablaba de las manchas oscuras sobre los cipreses, y cada vez se podía hablar de menos cosas, y mucho menos del humo. En realidad ya no se hablaba de nada. De nada importante. De nada que supusiera algo más que los comentarios sobre lo adecuado de llevar botas altas por la ribera del río, y entonces todos estaban de acuerdo. “Sí, eso es cierto”, se apresuraba a decir alguien aparentemente más decidido, como en un intento de recuperar el valor, quizá solo el ánimo, y luego bajaba la cabeza, como si pensase que había sido demasiado impulsivo, o como los que temen que un primer paso les arrastre demasiado lejos. Y luego ya no se decía nada más, solo el ruido de la cafetera, algunas manos temblando que barajaban los naipes, las miradas que se evitaban, las patillas que se rascaban, y los perfumes en el aire, para esconder el olor de la muerte, en el café Basia, donde los hombres que ya no podían ser hombres, y se asomaban al hueco de sus pipas y al abismo de las cascaras de cacahuete que desbordaban los ceniceros.
Y mientras, las fábricas de la muerte expulsaban sus columnas de humo, arrastradas por los vientos helados, hasta los cristales de la ventana, y las manos agitaban los vasos, como si el tintineo de los hielos pudiese espantar los fantasmas, y cuando alguno ya no podía más, se arrancaba a contar alguna anécdota desgastada, y todos trataban de sonreír, solo para agradar, para seguir estando de acuerdo, hasta que se congelaban los gestos y las miradas caían de nuevo sobre las baldosas, como canicas heladas, como los arrecifes sin mar, como cuando los curas se llevan a la boca una hostia sin Dios, mientras los ciegos, mastican, sin ganas, los cristales rotos de sus corneas.
Si al menos algo hubiese podido decirse; un lo siento. Un no me mires así que te mato. Pero no. Nada estaba permitido. Solo la rumiación sin fin de unas hierbas de cartón, las miradas caídas sobre una escupidera sin saliva, que trataban de desaparecer entre las baldosas rotas, que se estampaban una y otra vez, como pájaros negros, contra los espejos de marcos dorados, sobre las barras de bronce, por encima de los percheros. Y luego, al caer la tarde, los abrigos se levantaban, los sombreros bajaban de sus baldas y las botas salían por la puerta del café, unas al lado de las otras, bajo las sombras de aquellas enormes chimeneas.