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La mujer trabajadora alcanzó notable preeminencia durante
el siglo XIX. Naturalmente, su existencia es muy anterior al advenimiento
del capitalismo industrial. Ya entonces se ganaba el
sustento como hilandera, modista, orfebre, cervecera, pulidora
de metales, productora de botones, pasamanera, niñera, lechera
o criada en las ciudades y en el campo tanto en Europa como
en Estados Unidos. Pero en el siglo XIX se la observa, se la
describe y se la documenta con una atención sin precedentes,
mientras los contemporáneos discuten la conveniencia, la moralidad
incluso la licitud de sus actividades asalariadas. La mujer
trabajadora fue un producto de la revolución industrial, no tanto
porque la mecanización creara trabajo para ella allí donde antes
no había habido nada (aunque, sin duda, ese fuera el caso en
ciertas regiones), como porque en el transcurso de la misma se
convirtió en una figura problemática y visible.
La visibilidad de la mujer trabajadora fue una consecuencia
del hecho de que se la percibiera como problema, como un problema
que se describía como nuevo y que había que resolver sin
dilación. Este problema implicaba el verdadero significado de la
feminidad y la compatibilidad entre feminidad y trabajo asalariado,
y se planteó en términos morales y categoriales
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