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ueridos hermanos, paz y bien.
El evangelio de Lucas va mostrando el camino de Jesús hacia Jerusalén, y ya sabemos lo que le esperaba allí. El signo final, la muerte y resurrección. Y de camino, Jesús nos va dejando signos. Hoy es una curación milagrosa.
La lepra hoy en día sigue siendo una enfermedad terrible. En tiempos de Jesús, la persona afectada estaba fuera de la sociedad, vivía apartada de todos, recluida con otros leprosos, se movía con una campanilla para avisar de que iba de camino… Una verdadera exclusión social. Se hacía el vacío a su alrededor. La muerte civil.
Por eso quizá es tan importante que Jesús les prestara atención, les dedicar un tiempo y les hablara. Quizá ése fue el primer momento de la sanación de esos diez enfermos. Sentirse personas otra vez. Después vino la curación física. Saberse libres de esa enfermedad terrible. Para nueve de ellos fue suficiente. Se volvieron a sus lugares de origen, a intentar reconstruir sus vidas.
Pero hubo uno de ellos que sintió una llamada más fuerte, a ser verdaderamente agradecido. Podemos decir que, además de la curación física, a él le llego la curación espiritual. Y no fue uno delos judíos, de los “buenos”. Fue un extranjero, un samaritano, el que se dio la vuelta y se arrojó a los pies de Cristo. Reconoció en Él a su salvador. Tuvo fe, y su fe le salvó. Le dio la vida eterna, la salud – salvación para siempre.
Nosotros quizá nos sentimos cómodos, seguros, sabedores de que somos parte de la sociedad. Quizá hayamos tenido alguna enfermedad, algún accidente, que nos haya hecho desear recuperar la salud. Y al recuperarnos, habremos dado gracias a los médicos, a las personas que nos han ayudado. Ojalá que no se nos haya olvidad dar gracias a Dios por la salud perdida y hallada.
Hay que pedirle mucho a Dios que tenga compasión de nosotros. Que nos sane, por fuera y, sobre todo, por dentro. Y cada vez que sintamos su misericordia, darle gracias. Por haberle encontrado, porque nos ha hablado, porque nos ha redimido.