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Hace 250 años, los académicos de la Ilustración ya debatían sobre el origen de la desigualdad entre los seres humanos. Si hubiesen podido imaginar a qué extremos iba a llegar este flagelo, Rousseau y sus contemporáneos hubieran quemado sus propios libros en frustración.
La inequidad social es un problema para todos. El Informe sobre Desarrollo Social del Banco Mundial del 2005 la señaló como causa decisiva para la violencia, el delito e incluso guerras civiles. Todo confirma la verdad bíblica de que “el efecto de la justicia es paz”, y que sin justicia social, tampoco habrá paz social.
Según Rousseau, la desigualdad política o social no es un estado natural humano. Empero, hoy estamos tan acostumbrados a dicha situación, que resulta difícil corregirla o imaginar otra. Por cada dólar que entra a un país pobre, llegan 30 dólares a uno rico, según datos de la Universidad de las Naciones Unidas en Helsinki. En América Latina, la región más desigual del mundo, la Cepal habla de un 39,8% de la población sumida en la pobreza y un 16% de miseria extrema, mientras la revista Forbes declara a un latinoamericano, el mexicano Carlos Slim, el hombre más rico del mundo. Pero la brecha socioeconómica no solo separa países o continentes, sino que divide odiosamente a los compatriotas.
La inequidad tiene un inocultable contenido territorial. En zonas urbano-marginales existen variados servicios, pero las personas no tienen los recursos mínimos para acceder a ellos. En regiones rurales, en cambio, muchos servicios ni siquiera están disponibles, anulando toda posibilidad de acceso para la población y estableciendo per se una desigualdad geográfica.
Creciente desbalance. Tristemente este es el caso de nuestro país. El Atlas del Desarrollo Humano Cantonal del PNUD y el Estado de la nación alertan sobre el creciente desbalance entre la región central y la periferia. Señalan que la zona sur del país es la más descuidada y abandonada, seguida por los cantones de la frontera norte. Pareciera que quienes elaboran las políticas de distribución de la riqueza suponen que Costa Rica termina al norte en San Carlos y Liberia, y al sur en Pérez Zeledón.
Más de 200.000 costarricenses viven en los cantones de la región brunca (Osa, Golfito, Buenos Aires, Coto Brus y Corredores), con los índices de pobreza más altos del territorio nacional. ¿Será que el solo hecho de residir al sur del río General condena a algunos compatriotas a menos posibilidades educativas, pocos y mal remunerados trabajos, servicios de salud muy inferiores e incluso al aburrimiento?
Faltan programas deportivos y artísticos, no hay bibliotecas, el acceso a Internet es mínimo, la señal de la radio y televisión nacionales no llega a la región, nadie ha oído nunca a la Orquesta Sinfónica Nacional, y para conocer un cine, hay que ir hasta David (Panamá), o bien viajar más de 200 km hasta Pérez Zeledón, usando la peor red vial de todo el país, donde ya ni la Vuelta Ciclística quiere pasar. En el área metropolitana nos atascamos de vehículos y humo, mas en el sur cuesta encontrar caminos transitables para sacar los productos de la zona o aprovechar sus prodigiosas riquezas escénicas y naturales. Para la mayoría de estos compatriotas, todo lo anterior significa que sus únicas alternativas de recreación son el tedio o el vicio. ¿Cómo no esperar alta deserción escolar, drogadicción, desempleo y pobreza?
El actual Gobierno ha mostrado su efectividad para combatir la pobreza y ahora enfila sus baterías a corregir la inequidad social. Pero mientras estas carencias no reciban atención, la desigualdad geográfica solo se acentuará. El desarrollo humano es mucho más que “luz y agua”. Es hora de volver los ojos al sur (y al norte), donde también hay hermanos que merecen recibir los beneficios de una administración sagaz. Parafraseando a Rousseau, la desigualdad no puede ser un estado “natural” de los costarricenses.