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En África los cazaban como animales. Como animales los traían en los barcos y como animales los hacían trabajar sus compradores. La piedad de fray Bartolomé de las Casas fue la responsable: el maltrato hacia los indios le causó tanto horror que no tuvo mejor idea que recomendar la trata de negros.
El territorio que había descubierto Cristóbal Colón tenía, afortunadamente, una numerosa población. Para los españoles era una suerte de paraíso terrenal: el trabajo del blanco se limitaría a lograr que trabajaran los nativos.
El problema era que los indios tenían poco aguante y morían como moscas en las minas. En aquel viva la pepa de los conquistadores, tan lejos del Viejo Mundo, ¿quién iba a preocuparse por las condiciones de vida de aquellos infieles? Los americanos fueron diezmados en unos pocos años.
Tanta mortandad llegó a preocupar a los Reyes Católicos, quienes enviaron a varios sacerdotes para que comprobaran si eran ciertos los rumores que corrían acerca de las atrocidades de los españoles.
Uno de ellos, fray Bartolomé de las Casas, quedó escandalizado En 1517 presentó al gobierno del joven rey Carlos I sus Memoriales, en los que daba su parecer: los indios tenían alma y, por tanto, humanidad. ¿Cómo, entonces, esclavizarlos? Eso era pecado. Mejor sería importar negros de África, que -aparte de que rendían más- carecían del soplo divino y, en consecuencia, estaban a medio camino entre lo humano y lo animal (y tanto era así que los primeros cargamentos se contrataban por toneladas).
La nave infernal
La corte española aceptó la propuesta, cosa que para los indígenas no significó demasiado: a lo sumo disminuyó un poco el altísimo índice de mortandad, pues de esclavizados pasaron a ser "encomendados" a los conquistadores para que éstos los cristianizaran... a cambio de trabajo.
La llegada de un barco no suponía la venta inmediata: los esclavos eran alojados en barracones -tan hacinados como en las naves-, donde pasaban un tiempo de cuarentena pera evitar riesgos de epidemias. También era el período de "engorde", pues si durante el viaje a veces los llevaban a cubierta para evitar que sus músculos se atrofiaran, ya en tierra los alimentaban un poco más para poder mostrarlos vigorosos. Todo esto era parte de un tratamiento "cosmético" -que incluía maquillaje para disimular las heridas y la unción de aceite para resaltar los músculos- destinado a encarecerlos.
"Ganado de color"
Salvo en el caso del Río de la Plata -donde no existían grandes plantaciones- y con la excepción de unos pocos destinados a servicios caseros, la mayoría de los esclavos iba a parar a los campos de cultivo (algodón, tabaco, café, cacao o caña de azúcar, según la región).
Las condiciones de vida variaban -siempre entre malas y peores- de colonia en colonia. Caer en manos de dueños españoles era mejor que ir a parar a manos portuguesas, y éstas eran mucho más deseables que amos ingleses, franceses o -después de la independencia- estadounidenses, quienes los consideraban "ganado de color". Para algunos dueños era cuestión de optimizar costos: los esclavos que llegaban a viejos (entre treinta y cinco y cuarenta años) generaban más gastos de lo que podían rendir.
En líneas generales trabajaban de sol a sol, e incluso de noche si había buena luna. Los que peor la pasaban eran los que procesaban caña de azúcar: el rigor del trabajo solía derivar en mutilaciones por accidentes en los trapiches.
Se los castigaba por cualquier cosa: comer demasiado, rendir menos de lo esperado, guardarse algún objeto, contestar de mal modo, o por las dudas. Según el "crimen" que cometían, tanto podían darles unos garrotazos cuanto marcarlos al rojo vivo, castrarlos o cortarles las orejas. En Santo Domingo la crueldad se generalizó tanto que -a fines del siglo dieciocho- el gobernador debió promulgar un edicto que prohibía cortarles los miembros o matar a los esclavos.
El territorio que había descubierto Cristóbal Colón tenía, afortunadamente, una numerosa población. Para los españoles era una suerte de paraíso terrenal: el trabajo del blanco se limitaría a lograr que trabajaran los nativos.
El problema era que los indios tenían poco aguante y morían como moscas en las minas. En aquel viva la pepa de los conquistadores, tan lejos del Viejo Mundo, ¿quién iba a preocuparse por las condiciones de vida de aquellos infieles? Los americanos fueron diezmados en unos pocos años.
Tanta mortandad llegó a preocupar a los Reyes Católicos, quienes enviaron a varios sacerdotes para que comprobaran si eran ciertos los rumores que corrían acerca de las atrocidades de los españoles.
Uno de ellos, fray Bartolomé de las Casas, quedó escandalizado En 1517 presentó al gobierno del joven rey Carlos I sus Memoriales, en los que daba su parecer: los indios tenían alma y, por tanto, humanidad. ¿Cómo, entonces, esclavizarlos? Eso era pecado. Mejor sería importar negros de África, que -aparte de que rendían más- carecían del soplo divino y, en consecuencia, estaban a medio camino entre lo humano y lo animal (y tanto era así que los primeros cargamentos se contrataban por toneladas).
La nave infernal
La corte española aceptó la propuesta, cosa que para los indígenas no significó demasiado: a lo sumo disminuyó un poco el altísimo índice de mortandad, pues de esclavizados pasaron a ser "encomendados" a los conquistadores para que éstos los cristianizaran... a cambio de trabajo.
La llegada de un barco no suponía la venta inmediata: los esclavos eran alojados en barracones -tan hacinados como en las naves-, donde pasaban un tiempo de cuarentena pera evitar riesgos de epidemias. También era el período de "engorde", pues si durante el viaje a veces los llevaban a cubierta para evitar que sus músculos se atrofiaran, ya en tierra los alimentaban un poco más para poder mostrarlos vigorosos. Todo esto era parte de un tratamiento "cosmético" -que incluía maquillaje para disimular las heridas y la unción de aceite para resaltar los músculos- destinado a encarecerlos.
"Ganado de color"
Salvo en el caso del Río de la Plata -donde no existían grandes plantaciones- y con la excepción de unos pocos destinados a servicios caseros, la mayoría de los esclavos iba a parar a los campos de cultivo (algodón, tabaco, café, cacao o caña de azúcar, según la región).
Las condiciones de vida variaban -siempre entre malas y peores- de colonia en colonia. Caer en manos de dueños españoles era mejor que ir a parar a manos portuguesas, y éstas eran mucho más deseables que amos ingleses, franceses o -después de la independencia- estadounidenses, quienes los consideraban "ganado de color". Para algunos dueños era cuestión de optimizar costos: los esclavos que llegaban a viejos (entre treinta y cinco y cuarenta años) generaban más gastos de lo que podían rendir.
En líneas generales trabajaban de sol a sol, e incluso de noche si había buena luna. Los que peor la pasaban eran los que procesaban caña de azúcar: el rigor del trabajo solía derivar en mutilaciones por accidentes en los trapiches.
Se los castigaba por cualquier cosa: comer demasiado, rendir menos de lo esperado, guardarse algún objeto, contestar de mal modo, o por las dudas. Según el "crimen" que cometían, tanto podían darles unos garrotazos cuanto marcarlos al rojo vivo, castrarlos o cortarles las orejas. En Santo Domingo la crueldad se generalizó tanto que -a fines del siglo dieciocho- el gobernador debió promulgar un edicto que prohibía cortarles los miembros o matar a los esclavos.
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