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Era una coneja que sabía de todo: qué día empezaban las estaciones, quién descubrió América, por qué el elefante tenía trompa… y muchas otras cosas más. Sin embargo, el día que cumplió cien años descubrió que no sabía su nombre. Y se puso muy, pero muy triste. Tanto que empezó a llorar con grandes lagrimones… —De qué me vale saber tanta cosa —se dijo— si no sé cómo me llamo. Su amigo el conejo, que había venido a visitarla y a festejar con ella su cumpleaños, quedó asombradísimo. Nunca había visto llorar a un conejo. Pero en cuanto ésta le contó el motivo, la comprendió enseguida. Y le aconsejó: —¿Por qué no te vas de viaje, coneja sabia? A lo mejor, preguntando y preguntando, encuentras a alguien que sepa decirte tu nombre. Así fue como klaconeja preparó su valija y, siempre llorando, se fue por el mundo a averiguar su nombre. Anduvo y anduvo, pero nadie supo informarla. Ni el elefante Elegante, ni la mariposa Rosa, ni el loro Coro. Al cumplir doscientos años, llegó de vuelta a su casa.la coneja lo estaba esperando con una torta de doscientas velitas. Y un sobre grande, color rosa. Era una carta de la lechuza fusa, el más sabio de los animales de este mundo; y en ella le anunciaba que su nombre era… ¡Raquelita! ¿Qué contenta se puso la coneja! —¡Raquelita!— murmuró —¡Raquelita! Parece una campanita. El conejo le dio un beso y, muy contentos, se comieron la torta. Y Raquelita, como tenía hambre, se comió también las velitas.
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