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De acuerdo a este mito, toda persona está atada por el meñique de un hilo rojo invisible que lo conducirá hacia otro persona con la que hará historia.Para los japoneses, que saben tanto e intuyen más, las relaciones humanas están predestinadas por un hilo rojo que los dioses atan a los dedos meñiques de aquellos que se encontrarán en la vida. De acuerdo a la leyenda, las dos personas conectadas por este hilo tendrán una historia importante, sin importar el lugar, el tiempo o las circunstancias. El hilo rojo se puede enredar, contraer y estirar, como seguramente a menudo ocurre, pero nunca se puede romper.Esta leyenda, tanto más estética que la de las almas gemelas, surge cuando se descubre que la arteria cubital conecta el corazón con el dedo meñique (que es la misma razón por la que en tantas culturas se cierran promesas al entrelazar este dedo con el de otra persona). La delgada vena que va del corazón a la mano se extiende por el mundo invisible para terminar su curso en el corazón de alguna otra persona. Pero a diferencia de otras supersticiones amorosas, la japonesa no se limita a la pareja, ni a una sola persona a la que estemos destinados a encontrar. Habla de una suerte de ramificación arterial que surge de un dedo hacia todos aquellos con los que haremos historia y todos aquellos a los que ayudaremos de una manera u otra. Para la imaginación ontológica, el mito del hilo rojo es una manera de entender nuestro itinerario de encuentros como una trama predeterminada donde las relaciones de pareja, los roces íntimos y todas las pequeñas historias que enlazamos con otros no son triunfos ni accidentes del azar sino parte de un tapiz escarlata cuyos hilos nos fueron dados al nacer pero nosotros tejimos.
Una de las leyendas japonesas en torno a esto cuenta que un anciano que vive en la luna sale cada noche y busca entre los espíritus aquellos afines a reunirse en la Tierra, que tienen algo que enseñarse mutuamente, y cuando los encuentra les ata un hilo rojo para que encuentren su camino. Así, nuestros hilos rojos terminan en alguien más. Aceptar esto, o al menos considerarlo, es un consuelo secreto; es como si nuestros pasos, por más obstinados que a veces nos parezcan, supieran la ruta y la geografía de sus múltiples destinos amorosos y por lo tanto no hubiera “tropiezos” o decisiones mal tomadas.En el cine hay dos momentos memorables que rinden tributo a la estética sutil y mistérica de este hilo rojo conductor: la primera es la película Dolls, de Takeshi Kitano, y la segunda Sayonara, de Joshua Logan. En ambas nos enteramos al final que las parejas estaban unidas por el hilo rojo del destino, y que todo lo que sucedió antes no fue sino una trama por la ruta del hilo que acabaría por reunirlos. “Journeys end in lovers meeting”, decía William Shakespeare.Todas las culturas se han planteado qué es lo que gobierna el rumbo individual de cada hombre, y entre ellas muchas han concebido un hilo astronómico que predice sus caminos. Pensemos en las Moiras de los griegos, que sostienen un hilo de oro por cada hombre en la tierra y a su muerte lo cortan de tajo, o en el hilo, también rojo por cierto, de la cábala, que conecta a los creyentes con la Tierra Santa de Jerusalén. Es lógico pensar que si la vida se concibe como un gran texto (del latín textus: tejido, enlace), los hilos sean la materia prima del hombre para entramar su acontecer diario. “Perder el hilo” es ya una expresión universal para referirse al extravío práctico o incluso existencial.Así, la leyenda del hilo rojo nos dice que dentro del laberinto de encuentros e historias compartidas hay una senda prediseñada y perfecta, un hilo escarlata que, como el de Ariadna, nos conecta con nuestro destino irrevocable colocado a la vera de otro hilo que también habrá de conducir a nosotros.
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