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Los ejércitos modernos, como bien sabemos, nutren sus filas y diversas jerarquías con ciudadanos que han elegido –ya sea por gusto, necesidad o convicción– seguir la vida de las armas. Es decir, todo aquel miembro de las fuerzas armadas ha entrado al servicio por voluntad propia. Sin embargo, esto no fue siempre así, al menos no en lo que concierne a México, en especial durante el siglo XIX.
En realidad, conseguir individuos para llenar los reemplazos del ejército mexicano, apenas concluidas las luchas de independencia, fue algo de lo más complicado por diversos factores: en primer lugar, la concientización de los “nuevos ciudadanos” respecto a la soberanía recién ganada no había echado raíces profundas, por tanto, la idea de tener que ir a servir bajo las banderas del ejército, es decir, de arriesgar la vida por una patria que ni siquiera podían imaginar, era algo absurdo y, por mucho, indeseable. Otro factor fue, precisamente, el riesgo implícito de la profesión militar, pues la posibilidad de recibir un daño que dejara impedido físicamente de por vida al afectado, o resultara muerto en un enfrentamiento, era una posibilidad más que real y a la que pocos estaban dispuestos a arriesgarse. Además, las exigencias del servicio imponían diversas penalidad a los soldados: mal comer, mal dormir, ser tratados con desdén por sus superiores, soportar entrenamientos agotadores y marchas interminables, tampoco estaban consideradas, precisamente, como actividades deseables. Y si encima los sueldos, aparte de escasos, tardaban en ser pagados o, de plano, nunca llegaban a manos de los interesados –ya sea por la deshonesta mano de algún oficial avaro, o porque de verdad el gobierno se viera en dificultades de cumplir pecuniariamente–, volvía al servicio en el ejército como algo de lo que cualquier persona cuerda debería de alejarse. Los anteriores, tan sólo por citar algunos de los factores.
Pues bien, como de cualquier forma los reemplazos en el ejército eran en todo punto necesarios, en especial en aquellas tumultuosas épocas en las que los pronunciamientos militares, y las guerras extranjeras fueron algo común en suelo mexicano (por desgracia para nuestro país), el gobierno hubo de tomar las medidas necesarias para proveerse de los efectivos que tanto necesitaba y, para ello, hubo de legislar al respecto.
Como resultado, se publicó el decreto de 24 de agosto de 1824, Contingentes de hombres para el reemplazo del ejército, y que contenía diversos artículos que tuvieron como objetivo normalizar el proceso de reclutamiento que servirían en el ejército. Sin embargo, el artículo 3o de dicho decreto dejó en manos de las legislaturas estatales la forma en que el reclutamiento debía de ser llevado a cabo: