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Al estudiar la persona humana, dentro de su misma totalidad, se
nos presenta con carácter de preeminencia su perspectiva hacia Dios,
lo que pudiéramos llamar con una palabra impropia, pero que expresa
bastante bien lo que se busca: la dimensión religiosa del hombre.
Siendo la primera, es natural que se le dé un lugar preeminente, cuando
se trata de hacer un estudio, lo más completo posible, de la persona
humana.
El encuadramiento del tema dentro de la filosofía contemporánea,
no puede ser tampoco más oportuno. La moderna filosofía de la existencia
no es, ni lógicamente puede ser, una filosofía atea, pero puede
tener, y de hecho tiene, omisiones injustificables.
Por una parte el existencialismo atrayendo decididamente la atención
de los filósofos hacia el hombre concreto "el hombre que trabaja
y juega", ha puesto un nuevo punto de arranque al filosofar,
opuesto por una parte al idealismo trascendental, y por otra a la excesiva
abstracción de un realismo decadente. Sobre este punto de partida
se conviene en estructurar toda la ontología, pero bien pronto —en lo
que a la religión se refiere— las tendencias se separan apareciendo el
ateísmo fuertemente afirmado (Sartre), la abstención del problema
de lo trascendente (Heidegger) o la afirmación decidida de religiosidad,
como en Marcel, Lavelle, etc., y otros muchos que figuran hoy
entre los defensores de la nueva filosofía, o mejor, del nuevo método
de filosofar.
Se presenta, pues, al estudio de los filósofos con inquietud irritante
el problema religioso. Eliminarlo, prescindiendo del mismo, es
una actitud cómoda, pero que nada resuelve, aparte de su poca lógica,
cuando se trata de uno de los problemas fundamentales de la
persona humana como tal.
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