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Se enteró Palma de la infausta nueva plena actividad revolucionaria; el país se había levantado contra Pezet, protestando por el Tratado de Vivanco-Pareja, pactado con España, y uno de los principales jefes de la protesta armada era el prócer liberal, don José Gálvez. Palma sirvió a sus órdenes, consecuente con el antiguo caudillo y sus doctrinas. Triunfó la revolución, y asumió el poder, declarándose dictador, el coronel don Mariano Ignacio Prado, que contó, en su iniciación gubernamental, con uno de los mejores gabinetes de nuestra historia republicana. Gálvez, encargado del Ministerio de Guerra, nombró a Palma jefe de sección.
La escuadra española bloqueaba el puerto y los defensores, ardorosos y resueltos, armaban baterías. La palabra reivindicación, empleada por un absurdo comisario regio, Salazar y Mazarredo, al ocupar las islas de Chincha, tuvo, como lógicamente había de suceder, consecuencias deplorables. La ambigua desautorización del gobierno español y las concesiones del peruano, repudiadas por la vehemencia del sentimiento nacional, con el que fraternizaron repúblicas vecinas, colocó frente a frente, en lucha estéril, a la secular monarquía y a las jóvenes democracias. El Perú fue el paladín.