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Después de las Guerras Púnicas, aún quedaban grandes reyes que se atrevieron a hacer frente al poderío de Roma, en Grecia, en Turquía y en Siria, pero fueron barridos por la incontenible marea de sus legiones.
Mucho han debatido los historiadores sobre este sorprendente afán de dominio, que llevó a los romanos a someter una tras otra todas las naciones del Mediterráneo. Los propios romanos lo atribuían al deseo de los dioses.
Lo cierto es que sus ciudadanos se habían acostumbrado a las conquistas y a sus beneficios: además del oro, la plata y las piedras preciosas, con cada victoria Roma recibía incontables tributos en especie, cientos de esclavos, obras de arte y animales exóticos. Estas riquezas permitían la distribución gratuita de alimento a la ciudadanía, grandiosas obras públicas e increíbles espectáculos. El pueblo vivía de forma espléndida, los senadores se enriquecían por encima de toda medida, y los generales orgullosos recorrían triunfantes la ciudad.
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