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Con el advenimiento de la República, la imagen que sobre “el indio” se tenía en la época colonial cambió pero no para mejorar. Las elites criollas afincadas en el poder, con una visión de nación que excluía a un importante número de habitantes, se dedicaron a buscar la manera de construir el tipo ideal del “ecuatoriano” cuyo molde seguía siendo fijado según las ideas en boga. Compartiendo los “sueños patrios” de otras naciones americanas cuyos referentes estaban al otro lado del mar, los dignatarios de las jóvenes repúblicas se propusieron formular aquellos estándares que debían orientar el futuro. Esos estándares, pensados e implementados por Europa -concretamente Francia con sus ideas todavía no suficientemente arraigadas y comprobadas de libertad, igualdad y fraternidad, e Inglaterra con su revolución industrial y su paradigma de civilización que arrojaba al abismo del salvajismo y la barbarie a la mayor parte de los habitantes del planeta-, fueron adoptados y adaptados por la nueva nobleza criolla que veía en el “blanqueamiento” (1), y en la ilustración, los botes salvavidas para evitar que sus jóvenes naciones naufragaran en el mar tormentoso del atraso y la ignorancia. Novelistas, periodistas, pensadores, poetas y educadores se dedicaron a exaltar las virtudes de los blanco-mestizos que podían y debían llegar a ser el componente fundamental de las repúblicas nacientes utilizando, asimismo, sus plumas y su verbo, para describir al indio desde sus carencias sin dejar ningún aspecto negativo por resaltar para, de este modo, llegar a la conclusión irrebatible: hay que salvar al indio de sí mismo, hay que hacerlo humano -y cristiano por supuesto-, hay que integrarlo al presente, hay que subirlo en el carro de la historia trazada por los fundadores de la patria y por quienes la construían.
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