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En la parte superior de la ética tomista está la figura del Sabio: designa a aquella cuya atención se dirige hacia la causa suprema del Universo, a saber, Dios. Así, la sabiduría representa el conocimiento de las realidades divinas. La felicidad última del hombre consiste en contemplar lo divino y la verdad: la contemplación de la verdad es nuestro objetivo último y nos eleva a Dios. El hombre tiene un fin: la felicidad celestial, que es la visión beatífica de Dios. En este acto supremo del intelecto, el hombre cumplirá su naturaleza: el que ama conocer causas conocerá la primera causa de su ser.
Mientras tanto, el hombre debe vivir según la razón, receptivo a la gracia que lo perfecciona, y lo salva. Las reglas de la acción moral (o "bien honesto") son conocidas por la razón práctica, cuya virtud propia es la prudencia, la facultad de adaptar la ley a los casos particulares. Las reglas están inscritas por Dios de acuerdo con lo que nuestra naturaleza requiere para su felicidad, pero no se presentan a la conciencia como "leyes de Dios". En otras palabras: el ateo puede actuar moralmente sin referencia a Dios, inspeccionando su razón, y así seguir la ley divina sin saberlo.
Mientras tanto, el hombre debe vivir según la razón, receptivo a la gracia que lo perfecciona, y lo salva. Las reglas de la acción moral (o "bien honesto") son conocidas por la razón práctica, cuya virtud propia es la prudencia, la facultad de adaptar la ley a los casos particulares. Las reglas están inscritas por Dios de acuerdo con lo que nuestra naturaleza requiere para su felicidad, pero no se presentan a la conciencia como "leyes de Dios". En otras palabras: el ateo puede actuar moralmente sin referencia a Dios, inspeccionando su razón, y así seguir la ley divina sin saberlo.
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