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La fe es una gracia. Cuando san Pedro confiesa que Jesús es “el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, Jesús le dice: “Feliz eres, Simón Barjona, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos” (Mt 16,17).
La fe es un acto humano: “No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas” (Catecismo de la Iglesia católica n.154). En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina.
La fe es confiable, es el más confiable de los conocimientos humanos, porque se basa en la Palabra de Dios, la cual no miente.
“Nunca habrá una verdadera divergencia entre fe y razón: pues el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe, también ha depuesto en el espíritu humano la luz de la razón, este Dios no podría negarse a sí mismo, ni lo verdadero contradecir a lo verdadero” (Concilio Vaticano I).
“Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios” (Gaudium et spes n.36).
La fe es libre. Para ser humana, la respuesta de la fe del hombre a Dios debe ser voluntaria: “Nadie debe ser forzado a abrazar la fe contra su voluntad. Porque el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza” (Dignitatis humanae n.10).
La fe es el inicio de la vida eterna. Nos da a probar anticipadamente la alegría y la luz de la visión beatífica, final de nuestro peregrinar. Entonces veremos a Dios “cara a cara” (1 Co 13,12), “tal como es” (1 Jn 3,2).