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En 1880 el notable banquero y político liberal Miguel Samper hizo una breve descripción de la situación del país, en la que afirmaba que Colombia era una nación contrahecha, que por su población era la primera en América del Sur, pero por su riqueza, la última. Y esto, añadía, a pesar de todas las ventajas que la naturaleza había dado al país, desde sus inmensas costas, sus variados climas que permitirían la más amplia producción agrícola, sus montañas llenas de metales útiles y preciosos, hasta una población "enérgica y laboriosa, inteligente y moral". ¿Por qué esta aparente paradoja, tantas veces planteada por los escritores colombianos del siglo pasado y el presente? Al comenzar la década del ochenta, Samper consideraba que lo que faltaba al país era un gobierno que garantizara seguridad, que diera la paz y el orden "a cuya sombra se desarrollan tantos elementos de prosperidad"1.
La preocupación de don Miguel Samper por la seguridad y el orden era compartida por la mayoría de los miembros de la clase dirigente del país, que en una y otra ocasión expresaron su descontento con la situación de agitación crónica, de golpes y pronunciamientos militares y de guerras civiles frecuentes que había dominado la historia nacional de los veinte años anteriores. Gran parte de la culpa se atribuía a las instituciones establecidas por la Constitución de 1863, que había conducido, con su federalismo radical, a la consolidación de oligarquías regionales en cada uno de los Estados en que se dividió el país, y que había privado al poder central de todo medio de mantener el orden público y de consolidar un sistema político que integrara eficazmente los diferentes sectores de la clase dirigente. Pese a la multitud de derechos y garantías individuales consagrados por la Constitución, la práctica política de los grupos liberales llevó a privar habitualmente a sus opositores de buena parte de sus derechos, mediante el fraude electoral y la violencia ejercida en forma más o menos legal. El régimen liberal surgido de la Guerra Civil de 1861 logró mantener un control suficiente sobre los conservadores y sobre la iglesia, aliada frecuente de estos, pero a costa de una división cada vez mayor en sus propias filas y de la pérdida de fe de casi toda la clase dirigente en la bondad de la Constitución vigente. Por otra parte, la ilímite autonomía regional creaba notables diferencias en los regímenes legales de los diversos estados, establecía fuertes barreras a la formación de un mercado nacional e impedía en términos generales que las oligarquías comerciales o agrarias regionales establecieran un dominio político de alcance verdaderamente nacional.
Además el liberalismo de la época de los Estados Unidos de Colombia había estado vinculado al mantenimiento de una política económica centrada en el libre cambio. Muchos colombianos habían creído que la integración del país al mercado mundial, mediante la promoción de exportaciones de productos agrícolas y mineros, conduciría al país al avance económico y a la riqueza. Pero la realidad había desmentido las esperanzas de prosperidad y, hacia 1880, el balance de las grandes reformas del medio siglo resultaba ambiguo. Por un lado, es cierto, se habían eliminado casi todos los límites legales a la movilidad de la mano de obra y de la tierra y se habían suprimido las instituciones coloniales más ofensivas. Pero el país había tenido que aceptar el estancamiento cuando no la decadencia de las manufacturas de la región, oriental, incapaces de resistir la competencia de los artículos importados, sin que hubiera aparecido hasta entonces el producto de exportación que diera bases para una integración estable con la economía europea. El tabaco, el añil, la quina, produjeron fugaces prosperidades que afectaron sectores muy reducidos de la población y desaparecieron casi sin dejar rastros, fuera de algunas fortunas comerciales y de precarios avances en el sistema de comunicaciones.