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La niña que perdi en el circo
Una mujer adulta convoca a la niña que fue y de ese encuentro surge una de las novelas mejor logradas por la autora. Con lenguaje fácilmente accesible en sus significados, es especial para lectores juveniles.
.Primera novela que publica Raquel Saguier (1942), formada en el Taller de cuento breve, venero de la nueva generación de escritoras paraguayas que dirigió el Profesor Hugo Rodríguez-Alcalá en Asunción. Esta zanja está ocupada (1994) recibe el Premio Nacional de Literatura en 1995, consagrando definitivamente a Raquel Saguier como novelista. Dado el camino que anduvo la prosa paraguaya de ficción desde la primera novela publicada en el Paraguay en 1905, se podría decir que con La niña que perdí en el circo1 la novelística paraguaya entra en una etapa de modernidad irreversible. Modernidad que, en el caso de Saguier, se emparienta con la que inaugura Marcel Proust en la saga de À la recherche du temps perdu (1913-1927). Si se me permite, diría que, como en Proust, la voz narrativa de La niña es protagonista de los sucesos en cuanto que es figura de un yo íntimo. Sensible a las solicitaciones analógicas entre memoria y avatares vividos, este yo, desde su individualidad, liga su humanidad a lo universal. Pues, Raquel Saguier ofrece una novela del ser y del no ser, siendo: «La niña y yo somos distintas», dice la narradora-autora en el inicio de la novela, y enseguida añade: «y sin embargo, tan parecidas». Siendo este yo íntimo la una y la otra a la vez, siendo las voces de la «autora» y de la «niña», el hilo narrativo que así se teje recorre el sendero que va de la infancia a la edad adulta. Además, este vaivén entre la una, niña, y la otra, adulta, con su proyección universal, recuerda al lirismo que llamo de «devolución», el cual caracteriza los poemas de Fervor de Buenos Aires (1923) de Jorge Luis Borges. En ellos, Jorge Luis Borges da cuentas de la experiencia del tiempo que fluye y pasa que vivió a su vuelta a Buenos Aires, luego de ocho años de ausencia: lirismo íntimo de un ser que ha comprendido que el existir en el tiempo es a la vez ser y no ser, siendo. Lirismo de eternidad, íntimo y universal, forzosamente que, para existir, hay que compartirlo.
En La niña que perdí en el circo, a la manera de Proust, el piano, la lluvia, cinco vecinas solteronas, el retrato del abuelo, Rita, la empleada que lidia con los niños, el vestido que hay que cederle a la hermana menor que viene «respirándome en la nuca» (dice la niña), la figura de un soldado joven en plena revolución, son elementos todos que despiertan el recuerdo y que obligan a escribir, no ya solo la anécdota, sino sobre juegos, miedos, lazos familiares, rabietas y carcajadas, desparpajo y pudor, descubrir que la sexualidad existe, como señal de que se va entrando en la madurez. Todo anda por el sendero de la iniciación a la soledad, a la ausencia y al silencio: «Todo está ahí, en esa cicatriz transparente por donde yo veía», dice la narradora, y añade: «Una parte de esa niña, la parte más grande de ella se quedó conmigo. Y aún sigue estando». Niña y narradora, entre el ser y el no ser, reunidas en el filo del espejo que constituye el escribir. Ambas se miran siendo, mutuamente se sonríen; la niña, con su «sonrisa y su mirada de juguete», cada vez «más dulce, más ancha, más profunda», que «se abría dentro de mi propia sonrisa», dice la otra. Del necesario juego especular entre lo individual y lo universal nació la presente novela, compartiendo experiencias con el lector.
Una mujer adulta convoca a la niña que fue y de ese encuentro surge una de las novelas mejor logradas por la autora. Con lenguaje fácilmente accesible en sus significados, es especial para lectores juveniles.
.Primera novela que publica Raquel Saguier (1942), formada en el Taller de cuento breve, venero de la nueva generación de escritoras paraguayas que dirigió el Profesor Hugo Rodríguez-Alcalá en Asunción. Esta zanja está ocupada (1994) recibe el Premio Nacional de Literatura en 1995, consagrando definitivamente a Raquel Saguier como novelista. Dado el camino que anduvo la prosa paraguaya de ficción desde la primera novela publicada en el Paraguay en 1905, se podría decir que con La niña que perdí en el circo1 la novelística paraguaya entra en una etapa de modernidad irreversible. Modernidad que, en el caso de Saguier, se emparienta con la que inaugura Marcel Proust en la saga de À la recherche du temps perdu (1913-1927). Si se me permite, diría que, como en Proust, la voz narrativa de La niña es protagonista de los sucesos en cuanto que es figura de un yo íntimo. Sensible a las solicitaciones analógicas entre memoria y avatares vividos, este yo, desde su individualidad, liga su humanidad a lo universal. Pues, Raquel Saguier ofrece una novela del ser y del no ser, siendo: «La niña y yo somos distintas», dice la narradora-autora en el inicio de la novela, y enseguida añade: «y sin embargo, tan parecidas». Siendo este yo íntimo la una y la otra a la vez, siendo las voces de la «autora» y de la «niña», el hilo narrativo que así se teje recorre el sendero que va de la infancia a la edad adulta. Además, este vaivén entre la una, niña, y la otra, adulta, con su proyección universal, recuerda al lirismo que llamo de «devolución», el cual caracteriza los poemas de Fervor de Buenos Aires (1923) de Jorge Luis Borges. En ellos, Jorge Luis Borges da cuentas de la experiencia del tiempo que fluye y pasa que vivió a su vuelta a Buenos Aires, luego de ocho años de ausencia: lirismo íntimo de un ser que ha comprendido que el existir en el tiempo es a la vez ser y no ser, siendo. Lirismo de eternidad, íntimo y universal, forzosamente que, para existir, hay que compartirlo.
En La niña que perdí en el circo, a la manera de Proust, el piano, la lluvia, cinco vecinas solteronas, el retrato del abuelo, Rita, la empleada que lidia con los niños, el vestido que hay que cederle a la hermana menor que viene «respirándome en la nuca» (dice la niña), la figura de un soldado joven en plena revolución, son elementos todos que despiertan el recuerdo y que obligan a escribir, no ya solo la anécdota, sino sobre juegos, miedos, lazos familiares, rabietas y carcajadas, desparpajo y pudor, descubrir que la sexualidad existe, como señal de que se va entrando en la madurez. Todo anda por el sendero de la iniciación a la soledad, a la ausencia y al silencio: «Todo está ahí, en esa cicatriz transparente por donde yo veía», dice la narradora, y añade: «Una parte de esa niña, la parte más grande de ella se quedó conmigo. Y aún sigue estando». Niña y narradora, entre el ser y el no ser, reunidas en el filo del espejo que constituye el escribir. Ambas se miran siendo, mutuamente se sonríen; la niña, con su «sonrisa y su mirada de juguete», cada vez «más dulce, más ancha, más profunda», que «se abría dentro de mi propia sonrisa», dice la otra. Del necesario juego especular entre lo individual y lo universal nació la presente novela, compartiendo experiencias con el lector.
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