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Delante del palacio de Edipo, en Tebas. Un grupo de ancianos y de jóvenes están sentados en las gradas del altar, en actitud suplicante, portando ramas de olivo. El Sacerdote de Zeus se adelanta solo hacia el palacio. Edipo sale seguido de dos ayudantes y contempla al grupo en silencio. Después les dirige la palabra. )
*EDIPO.- *¡Oh hijos, descendencia nueva del antiguo Cadmo ¿Por qué estáis en actitud sedente ante mí, coronados con ramos de suplicantes? La ciudad está llena de incienso, a la vez que de cantos, de súplica y de gemidos, y yo, porque considero justo no enterarme por otros mensajeros, he venido en persona, yo, el llamado Edipo, famoso entre todos. Así que, oh anciano, ya que eres por tu condición a quien corresponde hablar, dime en nombre de todos: ¿cuál es la causa de que estéis así ante mí? ¿El temor, o el ruego? Piensa que yo querría ayudaros en todo. Sería insensible, si no me compadeciera ante semejante actitud.
SACERDOTE- ¡Oh Edipo, que reinas en mi país! Ves de qué edad somos los que nos sentamos cerca de tus altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros, torpes por la vejez, somos Sacerdotes -yo lo soy de Zeus-, y otros, escogidos entre los aún jóvenes. El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de súplica, junto a los dos templos de Palas y junto a la ceniza profética de Ismeno. La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la sangrienta sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres. Además, la divinidad que produce la peste, precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni yo ni estos jóvenes estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero sí el primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de los dioses. Tú que, al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo que ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin haber visto nada más ni haber sido informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se dice y se cree que enderezaste nuestra vida. Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te imploramos todos los que estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, bien sea tras oír el mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un mortal. Pues veo que son efectivos, sobre todo, los hechos llevados a cabo por los consejos de los que tienen experiencia. ¡Ea, oh el mejor de los mortales!, endereza la ciudad. ¡Ea!, apresta tu guardia, porque esta tierra ahora te celebra como su salvador por el favor de antaño. Que de ninguna manera recordemos de tu reinado que vivimos, primero, en la prosperidad, pero caímos después; antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable augurio, nos procuraste entonces la fortuna. Sénos también igual en esta ocasión. Pues, si vas a gobernar esta tierra, como lo haces, es mejor reinar con hombres en ella que vacía, que nada es una fortaleza ni una nave privadas de hombres que las pueblen.
EDIPO- ¡Oh hijos dignos de lástima! Venís a hablarme porque anheláis algo conocido y no ignorado por mí. Sé bien que todos estáis sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno de vosotros que padezca tanto como yo. En efecto, vuestro dolor llega sólo a cada uno en sí mismo y a ningún otro mientras que mi ánimo se duele, al tiempo, por la ciudad y por mí y por ti.
*EDIPO.- *¡Oh hijos, descendencia nueva del antiguo Cadmo ¿Por qué estáis en actitud sedente ante mí, coronados con ramos de suplicantes? La ciudad está llena de incienso, a la vez que de cantos, de súplica y de gemidos, y yo, porque considero justo no enterarme por otros mensajeros, he venido en persona, yo, el llamado Edipo, famoso entre todos. Así que, oh anciano, ya que eres por tu condición a quien corresponde hablar, dime en nombre de todos: ¿cuál es la causa de que estéis así ante mí? ¿El temor, o el ruego? Piensa que yo querría ayudaros en todo. Sería insensible, si no me compadeciera ante semejante actitud.
SACERDOTE- ¡Oh Edipo, que reinas en mi país! Ves de qué edad somos los que nos sentamos cerca de tus altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros, torpes por la vejez, somos Sacerdotes -yo lo soy de Zeus-, y otros, escogidos entre los aún jóvenes. El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de súplica, junto a los dos templos de Palas y junto a la ceniza profética de Ismeno. La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la sangrienta sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres. Además, la divinidad que produce la peste, precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni yo ni estos jóvenes estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero sí el primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de los dioses. Tú que, al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo que ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin haber visto nada más ni haber sido informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se dice y se cree que enderezaste nuestra vida. Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te imploramos todos los que estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, bien sea tras oír el mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un mortal. Pues veo que son efectivos, sobre todo, los hechos llevados a cabo por los consejos de los que tienen experiencia. ¡Ea, oh el mejor de los mortales!, endereza la ciudad. ¡Ea!, apresta tu guardia, porque esta tierra ahora te celebra como su salvador por el favor de antaño. Que de ninguna manera recordemos de tu reinado que vivimos, primero, en la prosperidad, pero caímos después; antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable augurio, nos procuraste entonces la fortuna. Sénos también igual en esta ocasión. Pues, si vas a gobernar esta tierra, como lo haces, es mejor reinar con hombres en ella que vacía, que nada es una fortaleza ni una nave privadas de hombres que las pueblen.
EDIPO- ¡Oh hijos dignos de lástima! Venís a hablarme porque anheláis algo conocido y no ignorado por mí. Sé bien que todos estáis sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno de vosotros que padezca tanto como yo. En efecto, vuestro dolor llega sólo a cada uno en sí mismo y a ningún otro mientras que mi ánimo se duele, al tiempo, por la ciudad y por mí y por ti.
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