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Cuando Sumaj, con esa reposada placidez que da el descanso de una labor tenaz, cantando un airecillo dulce volvía a la ciudad, desde la tierra que le fuera acordada para su matrimonio con Inquill; declinaba el Sol. Cruzábase en el camino a cada instante con los labradores que, como él, tomaban de la faena agreste, apartábanse un poco, inclinaban la cabeza, y decíanle en tono respetuoso:
–Viracochay...
Así llegó a la ciudad y a la calle del Oro que descendiendo, estrecha y recta, iba a terminar en la plaza del Sol. Desde allí se dominaba la población, y Sumaj pudo ver un espectáculo inusitado en el Imperio. Una muchedumbre, en la cual distinguía trajes de todos los linajes, invadía la Intipampa. Algo grave debía ocurrir. Apuró el paso, y al desembocar en la plaza un clamor se elevó en todos los labios y todos los ojos se fijaron en la calle del Norte, donde apareció la figura de un chasqui, que avanzaba de prisa.
Cuando las sombras empezaron a hacerse transparentes y ya en la hierba brillaba el rocío, empezaron a salir en silencio todas las familias. Pronto las plazas estuvieron invadidas por los grupos que con su jefe a la cabeza esperaban las órdenes del Curaca. Entre la multitud, las vicuñas alzaban sus esbeltas cabezas inquietas; los aljos, especie de perros, merodeaban mudos, al pie de sus rebaños; tendíanse a descansar, agrupadas, las alpacas de sedosa piel, y, las llamas cimbreándose bajo el peso de las cargas, caminaban a menudos pasos entre los emigrantes. Un silencio, que apenas interrumpían entrecortados sollozos o el llanto de los niños, dominaba el pueblo.
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