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Durante mucho tiempo se pensó que las estrellas eran enormes bolas de fuego perpetuo. En el siglo XIX aparecen las primeras teorías científicas sobre el origen de su energía: Lord Kelvin y Helmholtz propusieron que las estrellas extraían su energía de la gravedad contrayéndose gradualmente. Pero dicho mecanismo habría permitido mantener la luminosidad del Sol durante únicamente unas decenas de millones de años, lo que no concordaba con la edad de la Tierra medida por los geólogos, que ya entonces se estimaba en varios miles de millones de años. Esa discordancia llevó a la búsqueda de una fuente de energía distinta a la gravedad; en la década de 1920 Sir Arthur Eddington propuso la energía nuclear como alternativa. Hoy en día sabemos que la vida de las estrellas está regida por esos procesos nucleares y que las fases que atraviesan desde su formación hasta su muerte dependen de las tasas de los distintos tipos de reacciones nucleares y de cómo la estrella reacciona ante los cambios que en ellas se producen al variar su temperatura y composición internas. Así pues, la evolución estelar puede describirse como una batalla entre dos fuerzas: la gravitatoria, que desde la formación de una estrella a partir de una nube de gas tiende a comprimirla y a conducirla al colapso gravitatorio, y la nuclear, que tiende a oponerse a esa contracción a través de la presión térmica resultante de las reacciones nucleares. Aunque finalmente el ganador de esta batalla es la gravedad (ya que en algún momento la estrella no tendrá más combustible nuclear que emplear), la evolución de la estrella dependerá, fundamentalmente, de su masa inicial y, en segundo lugar, de su metalicidad y su velocidad de rotación así como de la presencia de estrellas compañeras cercanas.
Una estrella de metalicidad solar, baja velocidad de rotación y sin compañeras cercanas, atraviesa las siguientes fases, conforme a su masa inicial