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llegado un momento en que la expansión de la ciudadanía a nuevos colectivos parece haber alcanzado un límite difícil de franquear: el de la nacionalidad. En el Estado del siglo XXI, el obrero puede ser ciudadano, la mujer puede ser ciudadana. Sin embargo, el extranjero no puede ser ciudadano: está excluido de la comunidad política y evidentemente, en una democracia representativa, si alguien no vota los políticos no tienen incentivo alguno para mirar por sus intereses.
En un mundo globalizado, la frontera es un mecanismo de segregación, un filtro que sólo opera sobre los pobres. Los nacionales de otro país pueden atravesar la frontera solo en determinados supuestos. La legislación de extranjería es una herramienta para clasificar la mano de obra: sirve para garantizar la entrada de una serie de trabajadores con contrato y tolerar la entrada de otros en situación irregular (digo “tolerar” porque al Estado le puede interesar, en determinados contextos, hacer la vista gorda. Por otra parte, una bolsa de trabajadores en situación irregular tiene el mismo efecto que un alto nivel de desempleo: incrementa el poder de negociación de los empresarios). La otra cara del filtro es que los extranjeros de alto nivel económico tienen un acceso mucho más sencillo a la residencia, a través del visado de residencia para inversores creado por la Ley de Emprendedores, y que se da a quien compre dos millones de deuda pública española o un inmueble valorado en 500.000 euros o más. Del mismo modo, esa ley facilita la entrada para tantear el terreno para “emprender”, pero no para buscar trabajo.