• Asignatura: Historia
  • Autor: Andddy
  • hace 21 días

Dichosos tiempos aquellos en que San Salvador era asiento apacible del reposo; en que nuestra vida, como en la copla de Jorge Manrique se deslizaba. Tan callando Como San Salvador se acostaba temprano, casi casi con las gallinas, estaba con los ojos abiertos antes del alba. El primer ruido que sacudía la atmósfera matinal, era el del paso de los machos de los lecheros que llegaban de las finquitas y chacras de los alrededores trayendo la leche. Trotaban los machos, al estímulo de los aciales; y el golpear de sus cascos en el empedrado, resonaba con estrépito. Momentos después, la esquila de la ermita de Santo Domingo principiaba a tañer, convocando a los fieles a la primera misa. ¡Dulce tañido que llegaba hasta nuestra cama a sacudirnos, y a darnos los buenos días! Martes, jueves y sábado de cada semana, ocurría algo extraordinario. Eran los días en que las diligencias de don Pedro Manzano, al sonido de los cascabeles de las colleras de sus mulas, el restallido de sus látigos y el grito gutural de sus aurigas, recorrían las calles capitalinas recogiendo los pasajeros para el puerto, para Santa Tecla, o Cojutepeque. Ya en pie el pacífico ciudadano de la urbe en embrión, era el traqueteo de las carretas las que aturdían las calles. Las carretas que traían de los zacatales aledaños los manojos de para, de zacatón, o de leña para las cocinas. Recuerdo perfectamente a don Rafael Izaguirre, bajito, timboncito, parado en la esquina de la Botica Nicbecker, comprando el zacate para su mula, o a don Jorge Lardé, en el zaguán del Hotel de Europa contando las rajas de leña que el carretero iba descargando y amontonando en la acera. ¡Las ocho! Fuera de alguna carreta que se cruzara, de algún jinete que pasara trotando, del chirrido de la rueda de algún carretón de mano en que el sirviente de una casa llevara la basura de casa a botarla al Castillo, ningún ruido turbaba la tranquilidad de la ciudad. Ya en la tarde, empalideciéndose el cielo, venía la hora de prender los faroles. Pasaba el farolero, el negro Nico, con su escalerita al hombro y su encendedor de gas, cuyo escape resonaba como émbolos de tren. Iba prendiendo uno a uno los faroles, los escasos faroles de cristales empañados que alumbraban mezquinamente las calles desempedradas y llenas de hoyos. La ciudad, así alumbrada, entraba en la tranquilidad nocturna. Después de la comida, que era la más tardada, a las seis, por las calles solitarias comenzaban a discurrir unas cuantas medradas sombras. Sombras que al pasar bajo el reflejo rojizo de los faroles, se precisaban un tanto. Eran los que se dirigían a la retreta en el Parque Central, sumido en la penumbra de sus viejos naranjos llenos de golondrinas que defecaban tranquilamente sobre los paseantes, y de sus viejos mameyes cargados de parásitas. Era el Parque Central un delicioso bosquecillo, con su kiosko y sus glorietas, fresco y aromoso en medio de la aridez poblana de la capital. Terminada la retreta con las últimas campanadas de las ocho en la torre de Santo Domingo y Catedral (hoy el Rosario) los asistentes desfilaban, como habían venido, en silencio, y se recluían en sus casas. La ciudad entonces, entraba en la noche cerrada. Los faroles, consumido el gas que les alimentaba, se habían ido apagando uno a uno. Reinaba la obscuridad en las calles. Sólo el brochazo rojo de las lámparas de los serenos rasgaba las tinieblas. Dormía la ciudad su sueño pesado y tranquilo. Y como no existía reloj público alguno, era la voz desabrida de los serenos la que anunciaba la hora y el estado del tiempo. —¡Alabado! ¡La una ha dado, y nublado! CUAL ES EL SIGNIFICADO DE ESTE POEMA DE Arturo ambrogi​

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Respuesta dada por: ronaldeliecergarcia
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Dichosos tiempos aquellos en que San Salvador era asiento apacible del reposo; en que nuestra vida, como en la copla de Jorge Manrique se deslizaba. Tan callando Como San Salvador se acostaba temprano, casi casi con las gallinas, estaba con los ojos abiertos antes del alba. El primer ruido que sacudía la atmósfera matinal, era el del paso de los machos de los lecheros que llegaban de las finquitas y chacras de los alrededores trayendo la leche. Trotaban los machos, al estímulo de los aciales; y el golpear de sus cascos en el empedrado, resonaba con estrépito. Momentos después, la esquila de la ermita de Santo Domingo principiaba a tañer, convocando a los fieles a la primera misa. ¡Dulce tañido que llegaba hasta nuestra cama a sacudirnos, y a darnos los buenos días! Martes, jueves y sábado de cada semana, ocurría algo extraordinario. Eran los días en que las diligencias de don Pedro Manzano, al sonido de los cascabeles de las colleras de sus mulas, el restallido de sus látigos y el grito gutural de sus aurigas, recorrían las calles capitalinas recogiendo los pasajeros para el puerto, para Santa Tecla, o Cojutepeque. Ya en pie el pacífico ciudadano de la urbe en embrión, era el traqueteo de las carretas las que aturdían las calles. Las carretas que traían de los zacatales aledaños los

manojos de para, de zacatón, o de leña para las cocinas. Recuerdo perfectamente a don Rafael Izaguirre, bajito, timboncito, parado en la esquina de la Botica Nicbecker, comprando el zacate para su mula, o a don Jorge Lardé, en el zaguán del Hotel de Europa contando las rajas de leña que el carretero iba descargando y amontonando en la acera. ¡Las ocho! Fuera de alguna carreta que se cruzara, de algún jinete que pasara trotando, del chirrido de la rueda de algún carretón de mano en que el sirviente de una casa llevara la basura de casa a botarla al Castillo, ningún ruido turbaba la tranquilidad de la ciudad. Ya en la tarde, empalideciéndose el cielo, venía la hora de prender los faroles. Pasaba el farolero,

el negro Nico, con su escalerita al hombro y su encendedor de gas, cuyo escape resonaba como émbolos de tren. Iba prendiendo uno a uno los faroles, los escasos faroles de cristales empañados que alumbraban mezquinamente las calles desempedradas y llenas de hoyos. La ciudad, así alumbrada, entraba en la tranquilidad nocturna.

Después de la comida, que era la más tardada, a las seis, por las calles solitarias comenzaban a discurrir unas cuantas medradas sombras. Sombras que al pasar bajo el reflejo rojizo de los faroles, se precisaban un tanto. Eran los que se dirigían a la retreta en el Parque Central, sumido en la penumbra de sus viejos naranjos llenos de golondrinas que defecaban tranquilamente sobre los paseantes, y de sus viejos mameyes

cargados de parásitas. Era el Parque Central un delicioso bosquecillo, con su kiosko y sus glorietas, fresco y aromoso en medio de la aridez poblana de la capital. Terminada la retreta con las últimas campanadas de las ocho en la torre de Santo Domingo

y Catedral (hoy el Rosario) los asistentes desfilaban, como habían venido, en silencio, y se recluían en sus casas. La ciudad entonces, entraba en la noche cerrada. Los faroles, consumido el gas que les alimentaba, se habían ido apagando uno a uno. Reinaba la obscuridad en las calles. Sólo el brochazo rojo de las lámparas de los serenos rasgaba las tinieblas. Dormía la ciudad su sueño pesado y tranquilo. Y como no existía reloj público alguno, era la voz desabrida de los serenos la que anunciaba la hora y el estado del tiempo. —¡Alabado! ¡La una ha dado, y nublado! CUAL ES EL SIGNIFICADO DE ESTE POEMA DE Arturo ambrogi

Explicación:

coronita plz

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