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Ya amor a qui esta ti respuesta mi bb preciosa
en cualquier punto del mapa de Colombia han ocurrido atroces episodios de violencia en los que perdió la vida un líder social. En Santa Marta silenciaron a una víctima de desplazamiento que recién había recuperado sus tierras. En Cauca debilitaron la lucha contra los sembrados de coca. En el Valle sacaron del camino a un defensor que hacía los esfuerzos anticorrupción, y en el Catatumbo callaron a un líder político. El país no había terminado de asimilar la arremetida y agregar las nuevas víctimas en el registro de 400 que lleva la Fiscalía desde 2016 –sumando datos de ONU, Defensoría, Marcha Patriótica y Cumbre Agraria– cuando estalló otro caso: un grupo armado le arrebató la tranquilidad a los habitantes de El Salado (Bolívar). Aunque la misma escena se repite desde hace tres años, el Estado sigue sin poder evitarlo. Los líderes se sienten atados de pies y manos. Peor aún, sienten que no hay antídoto y que su situación empeorará de cara a las elecciones regionales. Los asesinatos aumentan, las denuncias no tienen eco, y la ‘institucionalitis’ tiene embolatadas las promesas de una política pública que de una vez por todas pare el desangre. Mientras ese día llega, como termómetro, siete líderes murieron asesinados en las primeras dos semanas de 2019.