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Existe la idea generalizada de que el liberalismo sólo defiende la mera desregulación del mercado y carece de sensibilidad social. Pero su corpus ideológico, que hunde sus raíces en la filosofía de Locke, es más complejo. El Estado se concibe como garante de los derechos naturales innatos al hombre: vida, libertad y propiedad privada que, para el liberalismo clásico, es un derecho limitado. El ciudadano cede parte de su libertad a cambio de la protección estatal plasmada en el consenso social recogido en las leyes. En esa línea, el Estado del bienestar, tan denostado por esos autoproclamados liberales que reducen el pensamiento económico liberal a la adoración del mercado, debe mucho al liberalismo. En particular, al británico.
La revolución industrial supuso un cambio radical en la concepción del trabajo y de las relaciones sociales. La población rural migró hacia nuevas zonas fabriles que exigían mano de obra masiva para los procesos industriales, dando lugar a un proletariado que se desenvolvía, habitualmente, en el entorno de miseria descrito por Dickens. Fuera por una visión humanista o por prevenir revoluciones, tanto el liberalismo más progresista como el conservadurismo más racional, entendieron que los trabajadores requerían ciertos niveles de protección social. Y así, la Inglaterra liberal del cambio de siglo y la conservadora Alemania del II Reich, pusieron en marcha las primeras políticas destinadas a cubrir esas necesidades.
La I Guerra Mundial involucró a toda la población en el esfuerzo bélico bajo la dirección centralizada del Estado, lo que limitó drásticamente el viejo laissez faire del liberalismo decimonónico que ya estaba en crisis. La Gran Guerra fue un doloroso paso del rubicón. Dejó atrás el estricto orden social victoriano y vio nacer una sociedad que consolidaba la clase media y en la que la mujer dejaba su secundario rol social. El fin de la contienda exigió al Gobierno británico cubrir las carencias de la posguerra con políticas de vivienda y sanidad pública; se amplió la escuela gratuita hasta los catorce años, aumentaron los subsidios y se creó el de desempleo. Después, la II Guerra Mundial sólo aplazó los problemas sociales del período de entreguerras que la Gran Depresión había agravado.
Consciente de ello, el gabinete Churchill entendió que debía preparar al país para después de la victoria. Y en ese contexto surge la figura de William Beveridge, economista liberal formado en el Balliol College de Oxford y director de la London School of Economics (1919-1937), que en 1908 había llegado al Ministerio de Economía de la mano de Churchill con la misión de controlar el desempleo. Beveridge se convirtió en una respetada autoridad gracias a sus soluciones innovadoras -seguros de desempleo y compensaciones a los parados- plasmadas en un servicio de empleo, embrión del Ministerio de Trabajo.
Bajo su dirección se presentaron dos estudios: Informe sobre la Seguridad Social y servicios afines (1942) y Pleno Empleo para todos en una Sociedad Libre (1944). El primero realiza una revisión crítica de la Seguridad Social y aporta una serie de recomendaciones para su mejora, incidiendo en los déficits de funcionamiento de los servicios médicos y en la incapacidad para solventar la exclusión social de parte de la clase trabajadora. Beveridge, y esta es su aportación más interesante, defiende que el objetivo principal de la Seguridad Social debe ser erradicar la pobreza y garantizar a todos una vida digna. Para conseguirlo, propone cuatro ideas básicas: la Seguridad Social debe sustentarse en un modelo contributivo ya que no es un sistema de beneficencia, sino el resultado de la cooperación entre el Estado y los individuos; el Estado del bienestar debe ser capaz de eliminar los cinco grandes males: miseria, necesidad, ignorancia, desempleo y enfermedad; el Estado no debe debilitar la iniciativa ni la responsabilidad individual y las reformas han de ser amplias y profundas.
En el segundo informe, Beveridge diseña un modelo social completo con un enfoque global y universal, inclusivo de todas las capas sociales sin excepción ni diferenciación alguna. La dignidad inherente al ser humano exige que la sociedad, sin convertir al ciudadano en un parásito, le proteja de la cuna a la tumba. No por caridad, sino porque la riqueza nacional debe permitir que todo ciudadano -que por el hecho de serlo es también contribuyente- tenga garantizado un nivel de vida, cuando menos digno, y que la igualdad de oportunidades y la meritocracia sean una realidad y no .
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