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A finales del siglo XIX y principios del XX se suscitó en la ciencia política una intensa, sugerente y fructífera reflexión sobre la naturaleza y características de las formas de gobierno democráticas. Ya por entonces comenzaban a madurar algunos de los regímenes democráticos europeos que a lo largo del tiempo han mostrado su persistencia y longevidad, para no hablar del experimento democrático estadounidense, que para esa época ya había dado prueba de su estabilidad, madurez y, como lo había anticipado ya Tocqueville, de sus perversiones.
La literatura sobre las tendencias elitistas y oligárquicas de la democracia comenzaba a ser bien conocida. Los Elementos de ciencia política (1896) de Gaetano Mosca; los Sistemas socialistas (1902) de Vilfredo Pareto; y Sobre la sociología de los partidos políticos en las democracias modernas (1911) de Roberto Michels son tres de los ejemplos clásicos que suelen citarse con profusión al tratarse este asunto.
No obstante, uno de los grandes libros sobre este tema, menos conocidos e injustamente olvidados, es el de Moisei Ostrogorski La democracia y organización de los partidos políticos (1902). Por desgracia, este interesante texto sigue inédito en español, y sólo ahora la editorial Trotta presenta las conclusiones que Ostrogorski añadió en 1912 al texto original con el título La democracia y los partidos políticos (2008). Aunque la edición original del libro se componía de dos gruesos volúmenes, el primero de los cuales estaba dedicado al nacimiento y desarrollo de los partidos políticos británicos y el segundo se ocupaba de los de Estados Unidos, el relativamente amplio agregado de 1912, que ahora se presenta, resume en gran medida la teoría que Ostrogorski había desarrollado en estos dos tomos.
Como lo menciona James Bryce en el "Prefacio" que escribió para la edición original de 1902, aunque los partidos sean tan antiguos como el mismo gobierno popular, no ocurre lo mismo con la organización y maquinaria partidista, que es esencialmente un fenómeno decimonónico, y al cual Ostrogorski es uno de los primeros que le presta atención, advirtiendo en un sentido casi premonitorio de todas sus imperfecciones, desviaciones y peligros, sentando las bases de ideas que se difundieron con mucha mayor extensión a partir de la aportación de Roberto Michels y, en cierta medida, de Max Weber.
Como se ha dicho, en la extensa conclusión que Ostrogorski adicionó en 1912 se recogen las ideas fundamentales que había desarrollado en los dos gruesos volúmenes de la edición íntegra. De todas ellas, valdría la pena destacar tres de las más relevantes: la posición de los individuos en el Estado moderno; la función de los sistemas electorales como mecanismos de transmisión de la voluntad general; y la rigidez de las organizaciones partidistas y los sistemas de patido.
Respecto de la primera, Ostrogorski plantea que el individuo en los Estados modernos se empequeñece hasta un grado ínfimo, colocándolo prácticamente en la indefensión, ante un poder cuya magnitud bien había hecho Hobbes al equipararla con la del Leviatán. Así, una de las consecuencias más serias de la desintegración de las estructuras de interacción social y política del antiguo régimen fue precisamente el aislamiento del individuo, segregándolo de las viejas corporaciones, villas y parroquias que le habían dado identidad y pertenencia en el viejo orden. Todas estas rupturas no dieron origen a un nuevo orden dominado por el individualismo autárquico y autocomplaciente acariciado por el liberalismo mejor encaminado, sino a una sociedad de masas constituida por una multitud de individuos desvinculados, temerosos y reducidos a la pasividad más impotente frente al poder político.
Ante ello, ni siquiera la emergencia de los regímenes democráticos permitió atenuar esta pasividad incapacitante, más aún, desde la perspectiva de Ostrogorski –que recoge el más puro espíritu tocquevilleano–, el gobierno democrático no hace sino contribuir a esta opresión potencial del individuo, ya que si bien podría resultar valeroso resistirse ante el poder político, haría falta prácticamente un héroe para sostener su opinión en contra de la multitud.
A pesar de que en el Prefacio de 1902 Ostrogorski atribuía al Espíritu de las leyes (1748) de Montesquieu el enorme mérito de haber introducido en la ciencia política el método de la observación, no reparaba al señalar igualmente que el también autor de las célebres Cartas persas (1721) se equivocaba al considerar que sólo el gobierno despótico se basaba en el temor, ya que éste era consustancial a todo tipo de régimen, lo que aplicaba también a la monarquía y la república. Más aún, siendo un imperativo para el poder político infundir temor entre los hombres, ya fuesen gobernantes o gobernados, la democracia era el régimen que podía llevar más lejos su capacidad de intimidación, ya que estaba a su alcance tanto la intimidación de los gobernantes como la de los gobernados.