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Todas las lecciones que recibí en mi época de estudiante de medicina las recuerdo a medias. Todas,
excepto la del primer día que visitamos un hospital. Esa experiencia la recuerdo como si hubiera
sido ayer.
Durante los dos primeros años de la carrera, mis condiscípulos y yo habíamos sobrellevado las
clases de disección, de bioquímica y de otras materias que nos parecían inútiles. Pero
afortunadamente ya había terminado aquella pérdida de tiempo anterior a la práctica clínica; por
fin ibamos a ver pacientes. Me reuní con cinco compañeros en el hospital. Estábamos muy
nerviosos.
Nos acercamos al pie de la cama del primer enfermo, todos de bata blanca impecable, con los
bolsillos repletos de libretas e instrumentos. Contra lo acostumbrado, no llevábamos nuestros
estetoscopios. Nos habían dado instrucciones de que los dejaramos en la oficina de la jefa de
enfermeras.
Nuestro maestro supervisor nos miró de arriba abajo.
-Les presento al señor Watkins -dijo-. Se le ha informado de las actividades de hoy, y no tiene
inconveniente en que tomen el tiempo que necesiten para escucharle el corazón. Sufre de estenosis
mitral, y dudo que ustedes, en el ejercicio de su profesión, encuentren un caso en el que se oiga más
claramente el trastorno.
Sabíamos que la estenosis mitral es el estrechamiento del orificio aurículo ventricular izquierdo.
Aunque nunca habíamos escuchado un soplo cardiaco, le hicimos al profesor una enumeración
exacta de lo que ibamos a oír: primero, un latido fuerte; luego, una especie de chasquido, y luego,
los dos soplos característicos de esa enfermedad
El supervisor nos pasó su estetoscopio y nos aconsejó:
-No se apresuren. Escuchen bien. En el caso del señor Watkins, el chasquido es muy fuerte.
Uno tras otro, nos colocamos el instrumento, auscultamos al paciente con sumo cuidado y, con
mirada reflexiva, movimos la cabeza en señal de afirmación.
-¡Sí, ahí está! -decíamos.
Vimos cómo se le iluminaban los ojos al compañero en turno en el momento en que percibía los
sonidos. Al final le agradecimos al supervisor que nos hubiera mostrado un caso tan claro.
Terminada la sesión, regresamos a la oficina de la jefa de enfermeras y tomamos asiento. El
supervisor nos preguntó:
-¿Están todos seguros de haber escuchado bien?
Le dijimos que sí. Entonces él, con calma y sin pronunciar una palabra más, comenzó a
destornillar su estetoscopio. Luego sacó de su bolsillo unas pincitas y extrajo del tubo del aparato un
tapón de algodón que él le había puesto. El estetoscopio había estado inutilizado, muerto,
silencioso. Ninguno de nosotros podía haber oído los latidos del corazón del paciente, y mucho
menos los famosos chasquidos.
-No vuelvan a hacer eso -nos amonestó el supervisor-. Cuando no oigan algo, díganlo. Cuando
no comprendan lo que alguien diga, hagánselo saber. Fingiendo que entienden lo que no entienden,
quizá logren engañar a sus colegas, pero no sacarán nada bueno para sus pacientes ni para ustedes
mismos.
En ese momentos nos sentimos muy avergonzados. Pero hoy, transcurridos 25 años, pienso que
aquella ha sido la lección más importante en mi vida de médico.
Explicación:espero ayudar