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La justicia es, en cierta medida, una distribución equitativa de los bienes y de los males que a cada quien le corresponden: "es dar a cada cual aquello que se le debe".2 La esencia de la justicia es la idea de bien y la repartición equitativa de aquellas cosas que se consideran un bien común. He aquí su relatividad y ambigüedad, pues no hay nada más relativo que la idea de bien ni más ambiguo que aquello que se considera un bien. Lo que una persona o un pueblo consideran un bien depende de su racionalidad y de sus deseos, así como de las circunstancias particulares e históricas en las que se encuentra.
Esta percepción de la justicia no se ha alterado, significativamente, con el transcurrir del tiempo; Rawls, en su Teoría de la justicia, propone una definición que gira en torno a los mismos elementos: "los principios de la justicia social proporcionan un modo para asignar derechos y deberes en las instituciones básicas de la sociedad y definen la distribución apropiada de los beneficios y las cargas de la cooperación social".3 En este sentido, "cada persona tiene que decidir mediante la reflexión racional lo que constituye su bien, esto es, el sistema de fines que para él es racional perseguir, del mismo modo un grupo de personas tiene que decidir de una vez y para siempre lo que para ellas significará justo o injusto"
La percepción del bien y del mal se encuentra, en primera instancia, en el plano de la sensación y del deseo.
Las cosas, por lo tanto, son buenas o malas solamente en relación al placer o al dolor. Llamamos bueno aquello que es capaz de causar o de aumentar en nosotros el placer o de disimular el dolor: o bien, lo que es capaz de procurarnos o de conservarnos la posesión de cualquier otro bien [...] llamamos mal aquello que es capaz de producir o de aumentar en nosotros cualquier dolor, o de disminuir cualquier placer.6
En consecuencia, el placer y el dolor, el bien y el mal, son los pivotes sobre los cuales giran nuestras pasiones; por esta razón, las ideas de bien y de mal estructuran la vida y la existencia humana. La pasión, y no la razón, es lo que mueve a los individuos y a los pueblos. Es el principio de las acciones humanas y afecta tanto al cuerpo como al alma7 (Mens: mente, inteligencia, razón). El objeto de deseo, el fin deseado, es aquello que pone en movimiento al pensamiento; en este sentido, no hay pensamiento ni movimiento sin deseo. Quizá por esta razón Montesquieu señale que los principios políticos de un gobierno son "las pasiones humanas que lo ponen en movimiento".8 Las leyes, y los criterios de justicia, deben estar en función de los principios políticos. Por ejemplo, el principio político en una democracia "es el amor a la igualdad. Es además el amor a la frugalidad [sobriedad]. Cada cual debe gozar de la misma felicidad y de las mismas ventajas, disfrutar de los mismos placeres y tener las mismas esperanzas, lo cual sólo puede conseguirse mediante la frugalidad general".9 En consecuencia y en concordancia con el principio político de la democracia, las leyes deben ser confeccionadas con la finalidad de alcanzar la mayor igualdad posible entre los habitantes del Estado. Igualdad civil e igualdad política, igualdad entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres, etcétera. La igualdad, señala Tocqueville, "impulsa a cada uno a buscar la verdad por sí mismo [...] predispone a los hombres a juzgar por sí mismos [...] inculca en ellos las formas y la idea de un poder social único, simple e igual para todos".10 De esta manera, la libertad de pensamiento se deja ver como uno de los pilares de las democracias modernas. La libertad es, entonces, inconcebible separada de la igualdad.
El anhelo, el deseo o la pasión por la igualdad y la libertad constituye el principio político de las democracias. La pasión por la igualdad, y no la igualdad en sí misma, es lo que da lugar a un gobierno democrático. En una monarquía teocrática pueden establecerse, por decreto, la igualdad jurídica, política y civil, la libertad de conciencia y la tolerancia religiosa, pero de nada servirá, porque los usos y las costumbres del pueblo, las pasiones que lo hacen obrar, terminaran por reafirmar la estructura de poder monárquica. En cambio, el anhelo de igualdad y la pasión por la libertad son capaces de transformar e incorporar instituciones democráticas en el Estado más despótico, pues si estas pasiones se erigen en los resortes que impulsan y hacen actuar a la población, no pasará mucho tiempo en que surjan movimientos sociales cuya finalidad sea transformar la estructura de poder y las instituciones sociales y políticas del Estado.