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Durante el siglo XVIII, al asumir el trono del imperio español el reformismo borbónico impulsó una serie de medidas administrativas, militares y comerciales para afianzar el control político y económico de sus dominios americanos. Respecto del comercio, hasta entonces, la corona española había intentado ejercer un férreo monopolio comercial mediante el llamado sistema de flotas y galeones. No obstante, el crecimiento de las colonias, el aumento de sus necesidades materiales, el desarrollo industrial de Inglaterra y la producción masiva de bienes manufacturados, tendieron a debilitar el monopolio comercial e incentivar el contrabando. Como un modo de adecuarse a los nuevos tiempos, de controlar las relaciones comerciales de las colonias y de incrementar la producción industrial peninsular, los Borbones se vieron obligados a aprobar una serie de disposiciones que permitieron un contacto comercial más fluido entre España y sus colonias. En este contexto, el siglo XVIII implicó para Chile la apertura de rutas comerciales alternativas como la ruta por el Cabo de Hornos o la ruta por el virreinato de La Plata. Asimismo, en la década de 1740 se introdujeron los navíos de registro que pusieron fin al sistema de flotas y galeones y en 1778 se implementó un decreto de libre comercio entre América y los distintos puertos españoles. Este decreto no pretendió abrir los mercados americanos a las potencias extranjeras, sino todo lo contrario. Su objetivo fue disminuir el contrabando, canalizando el comercio extranjero y la actividad marítima a través de los puertos españoles.
El historiador chileno Sergio Villalobos plantea que el incremento del comercio precipitó la quiebra de los comerciantes locales, ya que sus negocios se vieron perjudicados por el descenso del precio de los productos manufacturados. En este sentido, una mayoría abrumadora de comerciantes criollos estimó que la amplitud del comercio fue excesiva. En general este grupo estuvo interesado en mantener un abastecimiento escaso propicio para el alza de los precios y los buenos negocios. Así, este sector se benefició de las restricciones al comercio, ya que permitieron realizar buenas operaciones con poco esfuerzo e inventiva. Más graves fueron las consecuencias para la industria artesanal local que fue desplazada por la competencia extranjera menos rústica, más elaborada y más barata.
En cambio, por sus lecturas y contactos con los extranjeros, los intelectuales hicieron del libre comercio uno de los postulados del reformismo doctrinario que comenzó a manifestarse a fines del siglo XVIII. Los estadistas e intelectuales reunidos en la Junta de Gobierno jugaron un papel definitivo en la apertura comercial, pues no vacilaron en imponer el libre comercio mediante el decreto de febrero de 1811, sin atender a la oposición y las protestas de los comerciantes e industriales locales.
En suma, el libre comercio no habría sido la concreción de una aspiración generalizada de los chilenos, sino una reivindicación de la Junta de Gobierno amparada en el amplio comercio ya alcanzado en el siglo XVIII y en la idea de romper con la tutela de España. En consecuencia, las restricciones que impuso el monopolio español al libre comercio no pueden considerarse como un antecedente de la Independencia, pues si algún descontento hubo, éste fue precisamente el gran desarrollo que había alcanzado el comercio. Lejos de existir una situación precaria de escasez de mercaderías importadas, de precios altos y de barreras que impidieron la exportación de productos coloniales, las investigaciones de los últimos años demuestran que el mercado chileno estaba bien provisto de especies europeas, muchas veces con tal exceso que provocaron la saturación del mercado, el descenso de los precios y la quiebra de los comerciantes y de la industria local.