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Respuesta:
La invención del telégrafo y su asombrosa expansión ayudaron a reventar las costuras de la percepción del tiempo e incrustaron a hombres y mujeres en la montaña rusa de la modernidad. Empezaron a correr para llegar siempre tarde. Las semanas se volvieron días, los días se volvieron horas y los minutos se volvieron segundos. Tic, tac. Las manecillas del reloj, tan caprichosas, se sometieron al torbellino de comunicaciones casi instantáneas.
Ni los particulares, ni los mercados financieros ni los periodistas pudieron esquivar esa ola acelerada que estalló como un látigo de ansiedad, intensidad y profundo placer. ¿En qué momento empezamos a vivir con tanta prisa? La respuesta de los desmemoriados suelen ser las nuevas tecnologías digitales que han arrasado desde los años noventa.
La realidad, sin embargo, es que estas han sido la última zancada (mayúscula, todo hay que decirlo) de un proceso que arrancó en el siglo XIX y que nos demostró, ya entonces, que el ritmo del tiempo depende, sobre todo, de la velocidad o lentitud con las que comerciamos, consumimos, trabajamos, nos trasladamos y nos comunicamos con los demás.
Explicación:
espero que te ayude