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Si hablamos de soluciones basadas en la naturaleza (SbN)[1] para la seguridad hídrica, debemos volver la mirada a hace 1400 años, cuando los antiguos habitantes de los Andes en Sudamérica, crearon las amunas (en quechua: retener). Esta fue –y es— una técnica ancestral para recolectar el agua de la lluvia, en las alturas andinas, a más de 4,000 msnm, conducirla por acequias de piedra y filtrarla en las fisuras de las rocas para aumentar el volumen hídrico a humedales, manantiales y puquiales; y, de estas reservas naturales amigables a la biodiversidad, abastecer de agua en época de escasez a las comunidades ubicadas en las partes bajas, impulsar la agricultura y ganadería, incrementando la producción de alimentos y vestido, y lograr la seguridad hídrica evitando el deterioro de los servicios ecosistémicos[2].
La sabiduría de las culturas prehispánicas entendió que la ingeniería hidráulica debía ser amigable y respetuosa con la naturaleza y sus servicios ecosistémicos, porque de ello dependía la vida y el bienestar de todos. Y, aún más, les permitía crear una barrera natural resiliente al cambio climático y los desastres naturales, como huaicos, inundaciones, aludes, etc. que también se presentaron en aquella época. Y, lo sustancial, dado el trabajo comunal (minka) en el que todas las familias participaban en las faenas de la gestión del agua, se creó una fuerte cultura hídrica ligada fuertemente con la religión y la filosofía andina. Los incas perfeccionaron estas buenas prácticas hídricas, los conquistadores españoles la desintegraron; y, en la Emancipación y la República, fueron al olvido, hasta hoy.