Tengo que hacer un cuento que ver con el trabajo, saber conocer los amigos, servicio y el valor del dinero.
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Érase una vez un hombre muy sabio que, al llegar a la vejez, acumulaba más riquezas de las que te puedas imaginar. Había trabajado mucho, muchísimo durante toda su vida, pero el esfuerzo había merecido la pena porque ahora llevaba una existencia placentera y feliz.
El anciano era consciente de sus orígenes humildes y jamás se avergonzaba de ellos. De vez en cuando, se sentaba en un mullido sillón de piel, cerraba los ojos, y recordaba emocionado los tiempos en que era un joven obrero que trabajaba de sol a sol para escapar de la pobreza y cambiar su destino ¡Quién le iba a decir por aquel entonces que se convertiría en un respetado hombre de negocios y que viviría rodeado de lujos!
Ahora tenía setenta años, estaba jubilado y su única ambición era descansar y disfrutar de todo lo que había conseguido a base de tesón y esfuerzo. Ya no madrugaba para salir corriendo a trabajar ni se pasaba las horas tomando decisiones importantes, sino que se levantaba tarde, leía un buen rato y daba largos paseos por los jardines de su estupenda y confortable mansión.
Las puertas de su hogar siempre estaban abiertas para todo el mundo. Todas las semanas, invitaba a unos cuantos amigos y eso le hacía muy feliz. Como hombre generoso que era, les ofrecía los mejores vinos de su bodega y unos banquetes que ni en la casa de un rey eran tan exquisitos.
¡Pero eso no es todo! Al finalizar los postres, les agasajaba con regalos que le habían costado una fortuna: pañuelos de la más delicada seda, cajas de plata con incrustaciones de esmeraldas, exóticos jarrones de porcelana traídos de la China…El hombre disfrutaba compartiendo su riqueza con los demás y nunca escatimaba en gastos.
Pero sucedió que un día su mejor amigo decidió reunirse con él a solas para decirle claramente lo que pensaba. Mientras tomaban una taza de té, le confesó:
– Sabes que siempre has sido mi mejor amigo y quiero comentarte algo que considero importante. Espero que no te moleste mi atrevimiento.
El anciano, le respondió:
– Tú también eres el mejor amigo que he tenido en mi vida. Dime lo que te parezca, te escucho.
Su amigo le miró a los ojos.
– Yo te quiero mucho y agradezco todos esos regalos que nos haces a todos cada vez que venimos, pero últimamente estoy muy preocupado por ti.
El anciano se sorprendió.
– ¿Preocupado? ¿Preocupado por mí? ¿A qué te refieres?
– Verás… Llevo años viendo cómo derrochas dinero sin medida y creo que te estás equivocando. Sé que eres millonario y muy generoso, pero la riqueza se acaba. Recuerda que tienes tres hijos, y que si te gastas todo en banquetes y regalos, a ellos no les quedará nada.
El viejo, que sabía mucho de la vida, le dedicó una sonrisa y pausadamente le dijo:
– Querido amigo, gracias por preocuparte, pero voy a confesarte una cosa: en realidad, lo hago por hacer un favor a mis hijos.
El amigo se quedó de piedra ¡No entendía qué quería decir con eso!
– ¿Un favor? ¿A tus hijos?…
– Sí, amigo, un favor. Desde que nacieron, mis tres hijos han recibido la mejor educación posible. Mientras estuvieron a mi cargo, les ayudé a formarse como personas, estudiaron en las escuelas más prestigiosas del país y les inculqué el valor del trabajo. Creo que les di todo lo que necesitan para salir adelante y labrarse su propio futuro, ahora que son adultos.
El anciano dio un sorbo al té todavía humeante, y continuó:
– Si yo les dejara en herencia toda mi riqueza, ya no se esforzarían ni tendrían ilusión por trabajar. Estoy convencido de que la malgastarían en caprichos ¡y yo no quiero eso! Mi deseo es que consigan las cosas por sí mismos y valoren lo mucho que cuesta ganar el dinero. No, no quiero que se conviertan en unos vagos y destrocen sus vidas.
El amigo meditó sobre esta explicación y entendió que el anciano había tomado una decisión muy sensata.
– Sabias palabras… Ahora lo entiendo. Algún día, tus hijos te lo agradecerán.
El anciano le guiñó un ojo y dio un último sorbo al té. Después de esa conversación, su vida siguió siendo la misma, nada cambió. Continuó gastándose el dinero a manos llenas pero, tal y como había asegurado aquella tarde, sus hijos no heredaron ni una sola moneda.