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Crítica
Rubén Darío salió del anonimato gracias a “Azul” (1888), un libro de herencia parnasiana compuesto por diversos cuentos en prosa y diferentes textos poéticos que tanto se recreaban en las estaciones anuales como laudaban a algunos de sus escritores favoritos en sus inicios como literato, sea Leconte de Lisle, Catulle Mendès, Walt Whitman o Salvador Díaz Mirón.
La influencia francesa en Darío está clara y no es oculta por el autor nicaragüense residente en Chile en el momento de la escritura de este volumen. También resulta manifiesta por Juan Valera en una carta que remitió a Darío tras enviarle éste el libro para su oportuna consideración.
ruben-dario-azul-libroAdemás de los citados Leconte de Lisle y Catulle Mendés, se aprecian en “Azul” trazos de Victor Hugo, Gustave Flaubert, Alfred de Musset o Alphonse Daudet.
Tanto sus cuentos, básicamente textos en prosa poética como “El Rubí”, “El Pájaro Azul” o estupendas recreaciones de vivencias chilenas, como sus poemas, significan la delicadeza del joven Rubén Darío (tenía 22 años cuando escribió este libro) en la elección del léxico, el afán escapista de tono melancólico en muchos de sus temas, la musicalidad de sus ritmos y la exuberancia sensorial de carácter amoroso y panteísta, con alusiones mítico-fantásticas, imaginerías naturales y ligazones sentimentales con lugar recurrente para centauros, cisnes, lujo, primaveras, palidez, ensueños líricos…
Alguna redundancia en los motivos, el artificio consciente en los temas y el derroche de adjetivación puede llegar a hastiar en algunos momentos en una lectura por lo general placentera y palmaria en su magisterio dentro del modernismo.
Leamos un ejemplo de “Azul” en el soneto “Venus”:
VENUS
En la tranquila noche, mis nostalgias amargas sufría.
En busca de quietud bajé al fresco y callado jardín.
En el oscuro cielo Venus bella temblando lucía,
como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín.
A mi alma enamorada, una reina oriental parecía,
que esperaba a su amante, bajo el techo de su camarín,
o que llevada en hombros, la profunda extensión recorría,
triunfante y luminosa, recostada sobre un palanquín.
“¡Oh reina rubia- díjele- mi alma quiere dejar su crisálida
y volar hacia tí, y tus labios de fuego besar;
y flotar en el nimbo que derrama en tu frente luz pálida,
y en siderales éxtasis no dejarte un momento de amar!”
El aire de la noche refrescaba la atmósfera cálida.
Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar.
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