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Explicación:
Los paradigmas nacionalistas y socialistas de desarrollo gozaron tanto de una popularidad masiva como de una notable reputación científica durante una buena parte del siglo XX. Dos factores relacionados entre sí divulgaron estas concepciones en extensas porciones del Tercer Mundo: la idea de que el orden tradicional, rural y pre-industrial, constituiría un sistema político injusto, carente de dinamismo e históricamente superado, y la ilusión de que la modernidad traería consigo simultáneamente el progreso material y la justicia social. Para comprender la fuerza que emanaba de la llamada Revolución Nacional de abril de 1952 en Bolivia, su capacidad de movilización popular y su lugar -hasta hoy- eminentemente positivo en las ciencias sociales e históricas, hay que examinar primeramente esa opinión tan predominante hasta hoy acerca de lo negativo del mundo premoderno, opinión que no fue cuestionada durante largas décadas ni por los enemigos más recalcitrantes del partido político que tomó el poder en 1952. Hay que reconstruir esa especie de consenso general para entender la fuerza avasalladora que tuvo la Revolución Nacional en la escena política boliviana y en las visiones elaboradas por los intelectuales. Como se sabe, una vasta popularidad no garantiza la veracidad de las creencias colectivas y de los mitos intelectuales, mucho menos la calidad y durabilidad de un experimento socio-político.
Algunos datos socio-históricos son imprescindibles para comprender esta constelación, porque, como toda historia humana, los anhelos de modernización y progreso estaban inextricablemente mezclados con disputas habituales por espacios de poder y prestigio y con patrones groseros de comportamiento colectivo. Después de la Guerra del Chaco (1932-1935) y el descalabro de los partidos y las elites tradicionales, surgieron en Bolivia nuevos partidos de corte nacionalista y socialista que jugaron un rol decisivo en las décadas siguientes. Ellos eran la manifestación de sectores ascendientes de las clases medias, sobre todo de las provincias, que hasta entonces habían tenido una participación exigua en el manejo de la cosa pública. Los estratos altos tradicionales y sus partidos ejercieron el gobierno por última vez en los periodos 1940-1943 y 1946-1951 e intentaron a su modo modernizar las actuaciones políticas, dando más peso al Poder Legislativo, iniciando tímidos pasos para afianzar el Estado de Derecho y estableciendo una cultura política liberal-democrática. Estos esfuerzos no tuvieron éxito porque precisamente una genuina cultura liberal-democrática nunca había echado raíces duraderas en la sociedad boliviana y era considerada como extraña por la mayoría de la población. Por otra parte, esta cultura liberal-democrática fue combatida ferozmente por las «nuevas» fuerzas nacionalistas y revolucionarias, que estaban imbuidas del espíritu totalitario de la época; la lucha contra la «oligarquía minero-feudal» encubrió eficazmente el hecho de que estas corrientes radicalizadas detestaban la democracia en todas sus formas y, en el fondo, representaban la tradición autoritaria, centralista y colectivista de la Bolivia profunda, tradición muy arraigada en las clases medias y bajas, en el ámbito rural y las ciudades pequeñas y en todos los grupos sociales que habían permanecido secularmente aislados del mundo exterior. Ya que la historia la escriben los victoriosos, los ensayos democratizantes de estos breves gobiernos han quedado premeditadamente en el olvido más completo