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Era una dama de kimono que vivía en la plegada superficie de un abanico de papel. Sin lluvia o nieve que viniesen a alterar el paisaje, sin frutos que sustituyesen a las flores del durazno, la dama y sus garzas parecían detenidas en el tiempo. Pues cada vez que su dueño, un viejo mandarín, lo cerraba con un golpe seco anochecía entre los dobleces. La dama entonces se dormía sin embargo, bastaba que el mandarín abriera otra vez el abanico para que todos despertasen. Cada instante, abría el abanico abriendo con él los ojos de la dama y sus garzas. Con ella los días se volvieron largos, a veces larguísimos para la dama del kimono. Y llego un día en que la garza del rincón de la izquierda, aquella que desde siempre mantenía sus alas abiertas, las movió levemente, después con más fuerza, y aleteando libre, al fin, voló fuera del abanico. Estiro al fin la otra pata, irguió el cuello, desdoblando las alas que siempre habían permanecido cerradas y abrió su velo, abandonando el abanico. No lloro por que las lágrimas no están permitidas en los abanicos de papel