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Cuando la distancia de un siglo convulso y vertiginoso nos acerca la poesía de José Asunción Silva, ya diluida la leyenda que la oscurecía con su telaraña de controversias vanas, que se alimentaban de sus perfiles vitales con una curiosidad distorsionadora y tal vez desmedida, entonces, el tiempo transcurrido ilumina de pronto, aproxima unos versos que no se pueden sentir como lejanos, que nos hablan en un lenguaje ya conocido y nuestro. La marejada del siglo ha dejado un balance de naufragios numerosos, un incesante morir y renacer de la máquina poética, y hay grandes culpables -culpables imprescindibles- que han tenido el coraje de incendiar el territorio agostado para fertilizar las cosechas venideras. Tal vez sea Silva uno de esos insignes ángeles caídos -a la manera de Milton-, que con la insolencia debida -la iconoclastia urgente y necesaria-, renuncia al don de la palabra, ese don que lo nombraba como a uno de sus elegidos, y abandona la casa cómoda y grata de las convenciones y las ortodoxias, desdeña el camino fácil para iniciar su personal singladura por el infierno poético, y como Rimbaud mira a la Belleza a los ojos para injuriarla, para conjurar su cáliz, amargo como sus propios versos. Y del acto ritual nacen criaturas ingratas que insultan con su mueca, con sus contorsiones, la pose refinada y exquisita de sus coetáneos, pero Silva, altivo, ostenta sin complejos una individualidad orgullosa, instalado en su certeza, en su verdad, ajeno a la gloria mundana del aplauso fácil y el reconocimiento unánime, en batalla encarnizada consigo mismo, con su mente cavilosa que le augura vacíos insalvables, mas allá de un entorno de poesía epidérmica que vio como hojarasca estéril1. Y de nuevo en un fin de siglo que arrastra consigo el inevitable desencanto, el anhelo imperioso de quemar las naves para convocar un necesario renacer, llega la voz de Silva, de todos ultrajado, contrincantes o amigos, y nos habla del silencio, del rumor invisible que desde el alma de las cosas invita a un nuevo canto, y convida al lenguaje al difícil despojo, a la renuncia, al autoanálisis, a un alto en el camino para la reflexión. De nuevo, renovarse o morir, tal y como clamaba desde la otra orilla la voz de Unamuno, que resumía la agonía de un fin de siglo; la misma voz que, por primera vez, logra tocar la esencia de los versos que esa personalidad atormentada ofrendaba al abismo, para entender su «tortura metafísica» y vislumbrar tras ella el alma adánica de un niño arrojado del paraíso, doblemente despojado: de su reino y de la inocencia2.Explicación: