• Asignatura: Castellano
  • Autor: jessidevil
  • hace 1 año

En lo más alto de la ciudad, sobre una elevada columna, se alzaba la
estatua del Príncipe Feliz. Estaba recubierto por completo de finas láminas de oro,
por ojos tenía dos brillantes zafiros y un gran rubí rojo relucía en la empuñadura
de su espada.
Despertaba auténtica admiración.
—Es tan hermoso como una veleta —comentó uno de los concejales,
deseoso de hacerse pasar por hombre de gustos artísticos—. Lo malo es que no
resulta muy útil —añadió, temiendo al mismo tiempo que la gente lo considerase
poco práctico, cosa que no era en absoluto.
—¿Por qué no serás tú como el Príncipe Feliz? —le preguntó una mujer
juiciosa a su hijo, que le pedía la luna—. Al Príncipe Feliz nunca se le ocurre pedir
nada.
—Me alegro de que haya alguien feliz en el mundo —murmuró un hombre,
decepcionado de la vida, que contemplaba la bella estatua.
—Parece un ángel —dijeron los niños del orfanato al salir de la catedral con
sus mantos de un encendido color escarlata y sus delantales blancos y limpios.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó el profesor de matemáticas—. Nunca
habéis visto a ninguno.
—Sí lo hemos visto, en sueños —respondieron los niños, y el profesor de
matemáticas frunció el ceño, con expresión severa, porque no le parecía bien que
los niños soñaran.

Una noche voló sobre la ciudad una pequeña Golondrina. Sus amigas se
habían marchado a Egipto seis semanas antes, pero ella se había quedado,
porque estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo había conocido al
comienzo de la primavera, mientras perseguía una gran mariposa amarilla que
volaba sobre el río, y se sintió tan atraída por su esbelto talle que se detuvo a
hablar con él.
—¿Puedo amarte? —le preguntó la Golondrina, que siempre era muy
directa.
Como el junco asintiera, la Golondrina se puso a volar a su alrededor,
rozando el agua con las alas y formando ondas de plata. Era su manera de hacer
la corte, que se prolongó todo el verano.
—Esta unión es absurda —gorjeaban las demás golondrinas—. No tiene
dinero, pero sí demasiados parientes.
Y, en verdad, el río desbordaba de juncos. Al llegar el otoño, las aves
emprendieron el vuelo.
Cuando se hubieron marchado, la Golondrina se sintió sola, y empezó a
cansarse de su amor.
—No tiene conversación —decía—, y me temo que no sea muy formal,
porque siempre está coqueteando con el viento —y, efectivamente, siempre que el
viento soplaba, el junco le dedicaba toda clase de atenciones—. Comprendo que
sea muy hogareño, pero a mí me encanta viajar y, lógicamente, a él también
debería gustarle si nos casáramos.
—¿Quieres venir conmigo? —se decidió a preguntarle al junco.
Mas éste negó con la cabeza: estaba demasiado apegado a su hogar.
—¡Has estado jugando conmigo! —exclamó la Golondrina—. Me voy a las
pirámides. ¡Adiós! —y emprendió el vuelo.
Voló durante todo el día, y por la noche llegó a la ciudad.
—¿Dónde me alojaré? —dijo—. Espero que hayan hecho los preparativos
necesarios para mi llegada.
De pronto vio la estatua de la columna.
—¡Ahí puedo quedarme! —exclamó—. Está en buena situación y es un sitio
muy ventilado.

Se posó a los pies del Príncipe Feliz.
—Tengo una habitación de oro —dijo quedamente, mirando en derredor, y
se dispuso a dormir. Mas cuando ocultaba la cabeza debajo del ala le cayó una
gran gota de agua—. ¡Qué raro! —exclamó—. No hay ni una sola nube en el cielo,
las estrellas están claras y brillantes y, sin embargo, llueve. Este clima del norte de
Europa es espantoso. Al junco le gustaba, pero por puro egoísmo.
Le cayó otra gota.
—¿De qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? —dijo—. Tendré
que buscarme un buen cañón de chimenea —y decidió marcharse de allí.
Pero antes de haber desplegado las alas le cayó una tercera gota; alzó la
mirada y vio… ¡Ah! ¿Qué fue lo que vio?
Los ojos del Príncipe Feliz desbordaban de lágrimas, que descendían por
sus mejillas doradas. Su cara era tan bella a la luz de la luna que a la pequeña
Golondrina le dio lástima.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—El Príncipe Feliz.
—Entonces, ¿por qué lloras? —dijo la Golondrina—. Me has empapado.
—Cuando estaba vivo y tenía corazón humano no conocía las lágrimas
—contestó el Príncipe Feliz—. Vivía en el Palacio de Sans-Souci, donde no se
permite la entrada a la tristeza. Por el día jugaba con mis amigos en el jardín y por
la noche presidía el baile en el gran salón.



EL PRINCIPE FELIZ

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Respuesta dada por: andersoneduardoumtou
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¿Cuál es la pregunta?

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jessidevil: ¿Cuáles son sus principales datos de espacio y tiempo de la historia?
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