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El cristiano que vive de la fe, debe fundar su conducta moral sobre su fe. Y puesto que el contenido de ésta, Jesucristo, el revelador del divino amor trinitario, tomó la figura del primer Adán y asumió tanto su falta como también las ansiedades, las perplejidades y las decisiones de su existencia, el cristiano está seguro de reencontrar en el segundo Adán al primer hombre con toda la problemática moral que le es propia. Jesús mismo tuvo que escoger entre su Padre y su familia: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc 2, 48). Así el cristiano determinará las opciones profundas de su vida a partir del punto de vista de Cristo, o sea, de la fe. Una ética que procede de la luz de la Revelación en su plenitud y que, a partir de allí, remonta las etapas anteriores, no puede ser calificada propiamente como «descendente» por oposición a una ética «ascendente» que partiría del dato antropológico considerado como primer fundamento.