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Misa de Gallo” es, pues, un cuentoaparentemente inocuo que respeta el orden social, aunque en el fondo resulta subversivo porque la mujer consigue doblemente lo prohibido: provocar el deseo en otro, a pesar del lazo matrimonial, y de hacerlo en la figura de un joven casi adolescente.
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Misa de gallo
20/4/2008|Categorías: El cuento del mes|Etiquetas: Cuento, Escritores, escritores brasileños, escritores en lengua portuguesa, Joaquim Maria Machado de Assis, Literatura, Misa de gallo, Realismo|14 Comentarios
El brasileño Joaquim Maria Machado de Assis (1839-1908; otro aniversario para este año) está considerado como «el padre del realismo» en la narrativa de su país. Pero esta descripción es injusta: por un lado, además de narrador, Machado de Assis fue traductor, articulista, crítico y, de hecho, el mayor intelectual brasileño de todo su siglo; por el otro, sus mejores obras, a pesar de ser en efecto estudios agudos de personajes y costumbres, van mucho más allá de la mera reproducción y a veces resultan imposibles de clasificar. Además del ejemplo sutil de esta «Misa de gallo» (y de otros de sus grandes cuentos, como «El alienista») hay que leer Memorias póstumas de Blas Cubas (1881), su novela central, efectivamente contada en primera persona por un difunto.
En un texto sobre ese libro, la escritora estadounidense Susan Sontag declaró a Machado de Assis el mejor escritor latinoamericano que haya existido, con Borges en segundo lugar; aun si no se quiere poner a competir a nuestros escritores (y es realmente una tarea inútil, al menos como se emprende aquí por estos días), vale la pena acercarse siquiera un poco a la obra de este autor extraordinario.
MISA DE GALLO
Joaquim Maria Machado de Assis
Nunca pude entender la conversación que tuve con una señora hace muchos años; tenía yo diecisiete, ella treinta. Era noche de Navidad. Había acordado con un vecino ir a la misa de gallo y preferí no dormirme; quedamos en que yo lo despertaría a medianoche.
La casa en la que estaba hospedado era la del escribano Meneses, que había estado casado en primeras nupcias con una de mis primas. La segunda mujer, Concepción, y la madre de ésta me acogieron bien cuando llegué de Mangaratiba a Río de Janeiro, unos meses antes, a estudiar preparatoria. Vivía tranquilo en aquella casa soleada de la Rua do Senado con mis libros, unas pocas relaciones, algunos paseos. La familia era pequeña: el notario, la mujer, la suegra y dos esclavas. Eran de viejas costumbres.
A las diez de la noche toda la gente se recogía en los cuartos; a las diez y media la casa dormía. Nunca había ido al teatro, y en más de una ocasión, escuchando a Meneses decir que iba, le pedí que me llevase con él. Esas veces la suegra gesticulaba y las esclavas reían a sus espaldas; él no respondía, se vestía, salía y solamente regresaba a la mañana siguiente. Después supe que el teatro era un eufemismo. Meneses tenía amoríos con una señora separada del esposo y dormía fuera de casa una vez por semana. Concepción sufría al principio con la existencia de la concubina, pero al fin se resignó, se acostumbró, y acabó pensando que estaba bien hecho.
¡Qué buena Concepción! La llamaban santa, y hacía justicia al mote porque soportaba muy fácilmente los olvidos del marido. En verdad era de un temperamento moderado, sin extremos, ni lágrimas, ni risas. En el capítulo del que trato, parecía mahometana; bien habría aceptado un harén, con las apariencias guardadas. Dios me perdone si la juzgo mal. Todo en ella era atenuado y pasivo. El propio rostro era mediano, ni bonito ni feo. Era lo que llamamos una persona simpática. No hablaba mal de nadie, perdonaba todo. No sabía odiar; puede ser que ni supiera amar.